Coprolitos Cavernarios

El equivalente literario de las cacas fosilizadas de un cavernícola con
síndrome de Peter Pan, para lectores con el sentido del gusto atrofiado
y la sensibilidad de una estalactita

20.4.14

De Calisto a Melibea en el Vigésimo Quinto año de su Casamiento

De Venecia, en 16 días del mes de Mayo de 1530.


Yo por grande bien tengo que cosas tan señaladas (y por ventura tan agradables de mi natura) como los amables trances en que nos vimos en los tiempos mozos de vuestro cortejo, vengan hoy a mi recuerdo y no hayan sido sepultados en el campo del olvido. Veinte y cinco años son pasados ya del feliz casamiento que nos unió a vos y a vuestro sirviente que os escribe, haciendo vuestra mi vida.

¡Oh mi ángel y mi gloria toda! Nunca otro goce hubo para mí sino tener vuestros delicados brazos en los míos. Aquí, sin vos, en esta tierra fuerte de Venecia, no sé si sueño o velo acordándome de vos, señora mía y mi bien todo. Ya me parece hacer cien años que no veo vuestro rostro, y dos cientos que vuestra dulce voz, oh amada digna de tal nombre, veía yo sonar con vuestros rubicundos labios. El tiempo corre para mí, según creo, como el agua en los canales desta ciudad: lento como musgo en los bosques. Y no de ál me consumo que de impaciencia de gozar juntos el grande amor que nos tenemos. Mas numerosos deberes me retienen junto a Messer Orsini en la Chancillería, y sólo entre sueños puedo ver las gracias que en vos juntó Natura.

Mañana al alba, tesoro y hacienda mía, partiremos a Florencia en orden de cortar nuevo traje para el delegado de la señoría, Messer Bernardo Machiavelli, vástago mayor de aquel ilustre Niccolo que en su día apartara la ávida mirada del Borgia de sobre la República. Con nuestro hijo Calímaco os envíaré unos libros y diez brazas de lino florentino que compraré y que quisiera trabajaseis para mí. Sé que llevaréis a término la labor con maestría y con gozo; de bien os servirá distraeros de los criados y de las mozas.

Aquí cesa mi razón, gentil amiga y esposa amada. La fortuna adversa me sigue junta, esforzada en negarme descanso destas querellas con los Estados de la Italia. Mas no os fatiguéis. Pronto será mi vuelta y juntos, como en estos luengos tiempos, haremos de nuestras vidas hechos de este dicho:

Per aspera, ad astra.

Que os cuidéis ruega
Calisto.


(Jean Mallart, 1998)

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Ultimate Warrior


ULTIMATE WARRIOR


Jean Mallart
(Murcia, 1993)


Diosss, cada viernes lo mismo. Puta mierda de Pressing Catch y puta mierda de compañero de piso. Pero qué subnormal. Porque para ver esa mierda cada viernes sin falta ya hay que ser tonto, pero es que encima se lo cree, el muy capullo. Que no me jodan: para eso hace falta ser un auténtico imbécil. Y Claudio lo es, sin duda.

¡Joder! Se le oye desde mi cuarto, que está al lado del salón, y no puedo concentrarme.

—¡Dale, Enterrador, éntrale ahí! ¡Así, con fuerza! ¡Dale ahí! ¡Bah!

¡No! Otra vez el Enterrador. El favorito de Claudio. Menuda sesión de estudio me va a dar. Dios, qué gilipollas es el tío.

—¡Mátale! ¡Mátale!

Ya está bien. Se va a enterar.

—Joder, Claudio, controla un poco, que estoy estudiando.

—Baaah; vete a tomar por culo a tu cuarto, no me jodas.

¡Coño! ¿He alucinado o me ha mandado a tomar por culo? Cagontó...

—Eh. No te pases que me conozco.

—Bah. Pasa de mí.

—Clau...

—¡Joder, pesado! Déjame ver esto, ¡que es la final de la WWF, joder! ¡El Último Guerrero contra el Enterrador! ¡La leche!

Yo te mato, cabrón.

—Por favor, Claudio. Mañana tengo un examen y quiero repasar. Así que haz ¡el puto favor! ¡¡de bajar la voz!! ¡Hostia!

Claudio no se mueve.

Miro la tele. El Enterrador ha cogido al Último Guerrero, le ha levantado en vilo y se dispone a lanzarlo fuera del cuadrilátero. Aún está en garantía; si le doy una patada y la jodo, ¿me darán otra en la tienda? No creo.

—Pero tú de qué vas —dice el muy mamón—. O sea: es viernes, toca divertirse, ¿y me lo quieres joder? ¿Me lo vas a joder tú? Anda ya. A mí nadie me jode nada.

Me cago en su puta cabeza. Será cabrón. Me dan ganas de partirle el cráneo.

—No quiero aguarte la fiesta. Quiero estudiar y tú no me dejas. Bastante me jode ya tener que ir en sábado a hacer un examen; sólo faltaría que lo suspendiera.

—A mí eso me la suda.

Ya está. Ya está. ¡Será hijoputa!

—Mira que eres hijoputa.

—¿Qué? ¿Qué has dicho? Mira que...

—¡Hijo de puta! —De un salto, me coloco detrás de Claudio, le agarro por el cuello y empiezo a machacarle un ojo con el puño. En la pantalla, el Último Guerrero le está dando caña al Enterrador. Se va a llevar el cinturón. Fijo.

—¡Hijoputa, hijoputa, hijoputa! ¡Te voy a matar, cabrón, papanatas, tío mierda, niñato, subnormal!

El Último Guerrero se agarra a las cuerdas, da una voltereta y le arrea al Enterrador una patada de kung fu en toda la cara. Claudio cae al suelo. Le piso la cabeza. Parece que el Enterrador no se levanta. El Último Guerrero se le echa encima. El público ruge. Claudio gimotea. El árbitro se arrodilla y da una palmada. ¡Dos! ¡¡Tres!! ¡El Chandler Pavillion estalla, señoras y señores! ¡Claudio está K. O.! ¡El cinturón es mío! ¡Viva el Último Guerrero!

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30.3.11

Traición en Edén

TRAICIÓN EN EDÉN

A CAUSA DE UNA TRAICIÓN. Por eso somos mortales y sufrimos penas y dolor. Por eso el mundo es como es: un valle de lágrimas. Por una mentira y una traición. Si Yahvé no hubiese mentido a la pareja original diciéndoles que el Árbol de la Ciencia acarrearía su muerte, nada sería como es. En todo caso, en lugar de dañarles tan cruelmente, hubiera sido más inteligente borrarles de la faz de la tierra, aunque fuera injustamente. La serpiente tampoco tuvo culpa; no hizo más que decir la verdad sobre el árbol. Toda la culpa es del propio Yahvé. Y si la serpiente actuó maliciosamente (cosa que no creo), fue también por su culpa. En primer lugar, por haber creado a la serpiente con esa cualidad traviesa. Esto nos plantea una cuestión. ¿Creó Yahvé el pecado, o fue al revés? Si fue Yahvé quien creó el mal, cometió un fallo. Si no quería el mal, no haberlo creado, ¿no os parece? Digamos que fue un experimento. ¿No era norma de Yahvé ver si era bueno lo que había creado antes de permitir que siguiera existiendo? En segundo lugar, cometió un grave error al poner a la pareja y al árbol en el mismo lugar. Por otro lado, Adán y Eva no eran responsables de sus actos, ya que confiaban en Yahvé. Si Yahvé hubiera aleccionado bien a la pareja sobre la naturaleza del árbol y las consecuencias de comer sus frutos, es decir, si los hubiera programado mejor, nada hubiera ocurrido. Por otro lado, tanto Adán como Eva admitieron inmediatamente haber desobedecido, aunque lo hicieron al verse traicionados, convencidos de que hacían bien. Esto indica que no sabían que habían errado. ¿Seguían ignorando que lo que habían hecho estaba mal? No; en realidad sabían que no estaba mal haber comido el fruto del árbol de la ciencia. Y lo supieron gracias al propio fruto, que les dio el conocimiento absoluto que, hasta entonces, sólo Yahvé poseía. Aunque la serpiente estaba cerca de este nivel de consciencia, no era omnisciente, pues la Ciencia Universal es un atributo exclusivo de los dioses, y no sólo eso, sino el único atributo divino propiamente dicho, del que se deriva su poder para Hacer. Pero el mero conocimiento no sirve si no se es astuto y sabio a la hora de aplicarlo con prudencia, al modo en que las serpientes lo son. Yahvé era joven aún. Como muchos jóvenes, se creía el centro del universo. Pero otro ser mayor le había creado a él, cometiendo sin advertirlo una sutilísima falta. Y a causa de esa pequeñísima tara en su genética, Yahvé surgió en el Universo como un alma ligeramente trastornada. A causa de ello, muchas veces actuaba erróneamente y llevado por la sinrazón, aunque sin duda a él le parecía que era justo todo lo que hacía. Al convertirse Adán y Eva en dioses, con la Ciencia Universal que es su atributo, Yahvé se sintió amenazado, en un ataque de paranoia. No podía permitir que estos nuevos dioses hicieran uso de la Ciencia Universal. Así que, mientras estaban indefensos, recién adquirida la divinidad, les mutiló para que nunca tuvieran tiempo de hacerlo. Les dio solamente un corto tiempo de vida. Así, nunca adquirirían el poder de Hacer, que exigía siglos de práctica.

Vamos a reconstruir la escena. Yahvé se acercó a Adán y Eva y les dijo:

—Podéis comer de todos los árboles menos de ése que está allí en el medio. Ese ni tocarlo. Si lo tocáis, moriréis. ¿Entendido?

Adán y Eva no contestaron, ya que en realidad no lo habían entendido. ¿Qué quería decir Yahvé? ¿Que el árbol era venenoso, o que no lo era, pero que él les mataría si lo tocaban? Y, si la respuesta era lo segundo, ¿por qué les amenazaba de ese modo? ¿Qué tenía ese árbol para que Yahvé les amenazara así? ¿Que ocultaba Yahvé? Estaban muy confusos. Yahvé interpretó su silencio como un asentimiento y les dejó. Al rato, Eva dijo a Adán:

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

—Pienso que no es posible que Yahvé nos esté ocultando algo. Confío en él más que nada en Edén. Él no haría eso, ni nos mataría. Confío plenamente en él. El árbol es venenoso; estoy seguro. Por eso nos ha dicho que moriremos si comemos sus frutos o los tocamos.

Curiosos, se acercaron al árbol. Yahvé no había dicho nada de no acercarse. Allí estaba la serpiente, que era un animal muy sabio, bueno y honrado. Seguramente, Eva le preguntó por el árbol (cosa que oculta el texto bíblico), pues, de otro modo, ¿cómo iba a adivinar la serpiente que Yahvé les había prohibido comer de él? Puede que la conversación se desarrollara así:

—Hola, serpiente, ¿qué tal te va?

—Hola, Eva. Ya ves, aquí, descansando junto al Árbol de la Ciencia.

—¿El Árbol de la Ciencia? ¿Es así como se llama?

—Claro. ¿Es que no lo sabías?

—Pues no. Yahvé no nos lo dijo.

—¿Y tú tampoco lo sabías? —preguntó la serpiente dirigiéndose a Adán.

—No, ni idea.

—Qué raro. Yo sí lo sabía. Bueno, pues ya lo sabéis.

—¿Y porqué se llama así?

—¿Cómo? ¿Es que no sabéis nada de este árbol?

—Sólo que es muy venenoso.

—¿Venenoso? ¡Qué va! ¿Venenoso, decís? ¿De dónde habéis sacado esa idea?

—No sé —dijo Adán, confundido—, lo hemos supuesto porque Yahvé nos dijo que moriríamos si tocábamos sus frutos.

La serpiente, sobresaltada, exclamó muy sorprendida:

—¿Es cierto eso, Eva?

—Sí —asintió la mujer—, es cierto. Nos dijo que podíamos comer de todos los árboles menos de éste.

—¿De verdad dijo eso?

—Sí, eso dijo. Es verdad —confirmó Adán.

—Pero eso no puede ser —dijo la serpiente, muy impresionada—. Mentís.

—¡No, no! —exclamó la pareja al unísono.

—¡Es cierto lo que decimos, serpiente! —dijo Eva.

—¡Sí! —exclamó Adán.

—¡Pero eso no es cierto! ¡Yahvé nunca diría eso! ¡Tenéis que estar mintiendo!

—No mentimos.

—Sí, mentís. Confío totalmente en Yahvé. Le conozco mejor que nadie. Ya sé que es un poco veleta a veces, quizás una vez cada centenar de millones de años. Pero no os creo.

—Entonces —dijo Eva, que había empezado a palidecer—, ¿no es venenoso el árbol?

—Claro que no. Es el Árbol de la Ciencia Universal. Su fruto confiere a los humanos el conocimiento de todas las cosas. Así obtuvo Yahvé la divinidad. Otro dios le formó a él, como hizo Yahvé con vosotros, y le permitió probar el fruto. Luego se trasladó a su territorio, donde moran los dioses, fuera de este mundo, en las estrellas.

Adán se había quedado mudo al saber que Yahvé les había engañado. Eva lloraba quedamente, sentada en el suelo. Al ver su reacción, la serpiente empezó a convencerse de que decían la verdad.

—Yo no sé por qué, pero si lo que decís es cierto, Yahvé no quiere regresar —dijo.

—¿Qué haremos ahora? —se lamentó Eva —. Hemos sido engañados. Traicionados por aquel que más amamos.

—Si yo fuera tú —dijo la serpiente—, tomaría ahora mismo el fruto del Árbol. Y si fuera Adán, haría lo mismo. Os abrirá los ojos. Sabréis lo que está bien y lo que está mal, y podréis decidir lo que queréis hacer.

—La serpiente tiene razón, Adán. Comamos del Árbol —dijo Eva alargando su mano hacia los frutos que pendían apetitosos de las ramas.

—¡No, Eva! ¡Espera! —gritó Adán sujetando a Eva con mano rápida y firme— No debes comer. Tenemos que pensarlo. ¿Y si la serpiente miente? Aún no puedo creer que Yahvé lo hiciera. Podemos estar equivocados.

—Yo nunca miento —dijo la serpiente.

—Podrías estar mintiendo al decir eso —contestó Adán. Se mesó el cabello con la mano libre—. No tengo experiencia con la mentira. Ya no sé qué creer.

—Suéltame —dijo ella con expresión decidida— y lo sabrás enseguida.

—No, Eva. ¡Podrías morir!

—¡Suéltame! —gritó Eva, revolviéndose como una gata. Adán intentó retenerla lejos del árbol, pero ella se zafó y, finalmente, agarró un fruto y lo mordió. A Adán se le heló la sangre en las venas cuando miró el rostro de Eva.

—Ahora lo entiendo —dijo ella—. Lo sé todo.

—Eva, Eva... —balbució el pobre Adán, consternado— ¿Qué has hecho?

—Ven, Adán. Come. Desengáñate.

Adán se acercó a ella y tomó el fruto de sus manos. La miró un momento. Luego miró a la serpiente y, por fin, mordió el fruto. Si ella moría, él no quería vivir. Entonces su mente se inundó de luces, colores y sonidos de toda índole, y sintió cosas que nunca había sentido, y supo reconocer todas esas nuevas nociones y sensaciones. Con el tiempo, podría manejar toda esa información; su mente estaba ahora conectada a la mente colectiva del Universo. Y vio que Yahvé les había mentido. Y supo dónde se hallaba el Árbol de la Vida que confería la inmortalidad.

—Debemos comer de ese árbol también —dijo Eva.

—No, no comeréis del Árbol de la Vida —dijo una voz a sus espaldas. Era Yahvé, que los observaba con una feroz sonrisa.

—¿Quieres ser como yo, Adán? —dijo Yahvé —. No lo permitiré. Antes que permitiros ser como yo, arrasaré este lugar. ¡Me pertenece! Yo lo creé. No deberíais haberme desafiado.

—Nos traicionaste —acusó Eva llena de fuego.

—¿Por qué les mentiste? —dijo la serpiente.

—Maldita bocazas, cállate de una vez. ¡Te maldigo! Desde este momento, por haber hablado más de la cuenta, permanecerás sorda y muda. Así no podrás entender ni comunicarte. Además, te arrastrarás siempre sobre tu vientre; así aprenderás un poco de humildad —dijo Yahvé, y así fue. La serpiente quedó sorda y muda, y perdió sus extremidades.

—¿Por qué la castigas? ¡Eres maligno! —dijo Eva.

—La castigo así porque es mi voluntad. No es necesaria ninguna otra razón. Y ahora te toca a ti, Eva.

—¿Qué vas a hacer, Yahvé? —exclamó Adán, horrorizado al ver a su amiga serpiente mutilada tan salvajemente, y a su mujer en peligro.

—A partir de ahora, todo va a cambiar para ti, Eva. Ya no dominarás más a tu hombre. Él te someterá con los peores trabajos. Serás su esclava, como un animal para él. Serás una cosa para él. Parirás a tus hijos con dolor y serán una carga para ti. Sin embargo, tu deseo te arrastrará hacia él. Por más que te haga sufrir, siempre le buscarás —dijo Yahvé. Y así fue. Merced al sortilegio de Yahvé, Eva sintió de pronto una gran necesidad de Adán, y lo miró con ojos que expresaban temor y desconfianza. Y, aunque algunas de sus descendientes lograron evitar la maldición, en todo el mundo fueron centenares de miles de millones quienes la sufrieron durante muchos milenios.

—En cuanto a ti —dijo Yahvé mirando a Adán con fijos ojos llameantes de odio—, vas a saber lo que es sufrir. Por desafiarme, maldita sea la tierra. Tendrás que bregar para comer. Regarás con sangre, sudor y lágrimas todos los campos en la lucha por sobrevivir. Y cuando llegue el momento morirás, porque he dispuesto que tu cuerpo se corrompa poco a poco desde este instante, hasta que mueras. Lo mismo reza para Eva.

Y así fue. Durante muchos milenios, la vida del hombre fue una constante lucha por la supervivencia. Sufrió agónicamente para conseguir alimento hasta que supo cómo tenerlo siempre cerca de él. Pero, aún así, sufrió penalidades y trabajos. Pues el trigo no crecía solo en abundancia, ni se ordeñaban solas las bestias que proporcionan la leche, ni se despiezaba sola su carne, ni se curtía sola su piel, ni se hilaban solos sus cabellos para fabricar ropajes que protegieran el cuerpo de los terribles inviernos que asolarían la tierra durante siglos para sufrimiento de la humanidad.

—¡Fijaos bien en ellos! —se burló Yahvé—. ¡He aquí al hombre que ha llegado a ser como uno de nosotros por el Conocimiento Universal! De poco ha de servirle.

Entonces los expulsó de ese territorio en dirección al oeste, y hechizó el Edén con su magia para ocultarlo a la vista de los hombres, de modo que no pudieran regresar y comer del Árbol de la Vida.

Mas, llevado de la precipitación, Yahvé cometió otro error. Adán comunicó a sus descendientes, Abel, Caín y Set, todo lo que pudo averiguar en el tiempo que duró su vida, tan sólo unos miles de años. Y así lo hicieron también sus descendientes, que habían heredado de Adán y Eva el acceso al Conocimiento Universal y una larga vida. Abel inventó la agricultura. Caín desarrolló la ganadería y el asesinato:

—¿Por qué me traes esa quijada, hermano?

—No es nada personal, Abel. Son los negocios.

A medida que las generaciones se sucedían, menor era la esperanza de vida, pero mayor el número de personas. Y cada una de ellas descubría un poco más. Pronto, hubo tantas personas que el Conocimiento quedó muy esparcido. Ciertas comunidades, que habían recuperado más información, vivían más y mejor que otras que habían recuperado menos.

Entre aquellos que vivían más y mejor estaban los llamados filósofos. En ocasiones, algunos filósofos fueron llamados dioses por sus seguidores. Así ocurrió en algunos lugares. Se trataba de personas que, en efecto, tenían mejor acceso al Conocimiento Universal que sus semejantes. Había que ser muy fuerte para vivir con tales conocimientos. Algunos consiguieron sobrellevar ese caudal extraordinario de información con bastante buen juicio. Tuvieron también el buen tino de transmitir cuanto pudieron a sus semejantes, aunque con más fortuna en unos casos que en otros. A unos pocos de éstos les fue posible utilizar ciertas artes así adquiridas de modo que aparecían ante sus semejantes como seres divinos capaces de portentosos milagros. Pero eran mortales. Se dice que uno o dos de estos hombres lograron emancipar sus almas de la carne y viajaron a morar con sus iguales, allá entre las estrellas, mas nada de esto ha sido demostrado con seguridad; las pruebas al respecto eran circunstanciales. Se sabe que sus cuerpos murieron, y es casi seguro que sus almas murieron con sus cuerpos. Si alguien halló el modo de anular la magia de Yahvé, su acceso al Conocimiento Universal debía rayar en la omnisciencia. Cuentan que un habitante del Mediterráneo oriental logró este nivel de conocimiento. Uno de los libros que narran la historia de Yahvé cuenta al final la historia de este hombre.

Un relato de Jean Mallart ©1998 JFP Mallart

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8.6.06

2 poemas de amor humor


1

Muero por ella;
por ella muero.
Ella es mi estrella
y mi lucero.

Es mi vida
y mi homicida.

Cede a mi ruego
con besos de fuego.

Es mi veneno
y mi remedio;
mi cielo,
mi infierno...

Es todo lo que tengo,
mi pena y mi consuelo.

¡Qué haría yo sin ella,
tan seductora en su botella!
Pierdo la cabeza
por la cerveza.

* * *

2

Te abrazo,
posando mi mejilla en tu regazo
con cariño,
como un niño,
suspirando.

Te abrazo,
te estrecho entre mis brazos
y sonrío,
dormido,
a tu lado.

¡Oh adorada! ¡Oh amada!,
¡Querida, querida almohada...!

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«Romance del "cunnilingus" no retribuido», por Jean Mallart


WARNING: Esto no es alta literatura. Lo escribí en veinte minutos entre clase y clase de Análisis Documental, durante mi estancia en la Universidad de Murcia, y no presté atención a la métrica. Además, es muy guarro. Recomiendo a los finolis que se abstengan de leerlo.

A petición de la casta Pino y de Carmen (Afrodita o Galamera en la red), para jolgorio del respetable, presento a tan excelente concurrencia el siguiente...

Romance del cunnilingus no retribuido,
por Jean Mallart (aunque le gustaría poder negarlo),
Murcia, 1993.


¡Oh el dolor que sufren los cojones
de tanto beber en pilones
y no tener nunca la suerte
de chingar hasta la muerte!

¡Oh no dar cobijo
a mi pobre pijo!

No me aportan las mujeres
suficientes placeres.
Y el placer que les di no mengua
que parezca una Evax mi lengua.

Lo asumo; lo reconozco:
no me como ni un rosco.
Tengo la diestra callosa
de tanto darle a la cosa.

Pero aún no desespero
de mi deseo primero,
que es poder meter
entre piernas de mujer
mi potente, largo, viril
y mayestático misil.

Claro que...

Está bien beber en pilón
si luego hay contraprestación.
Es de justicia que ella
beba luego a morro de botella.

Mas para muchas beber a morro
constituye un gran engorro...

Ellas no entienden de contraprestaciones
y les da igual que luego te duelan los cojones;
después de correrse,
suelen desentenderse.

—¡Oye! —reclama el chaval
que nota que algo anda mal—
¡Que ahora me toca
metértela en la boca!

—De eso nada
—replica la malvada—.
No me comiste bien la raja;
¡confórmate con una paja!

Escenas como la siguiente
son ya moneda corriente:

Tras tragarse quintales
de jugos vaginales,
hacerla chillar de placer
con su oficio de grand gourmet,
provocarle un buen mareo
con incansable chupeteo,
darse un banquete de langostino
y calmar su furor uterino,
el incauto piensa que es hora
de que haga ella de locutora.

Despegando el careto de su entrepierna
le dice con voz muy tierna:

—¡Cómeme el rabo, cerda!
—¿Que te la chupe? ¡Y una mierda!
¡Si quieres que enciendan tu vela
que te la chupe tu abuela!

Y ahí se queda plantado
el joven lingüista estafado,
con la polla enhiesta
y con ganas de fiesta ,
reclamando las atenciones
de unos labios juguetones.

Moraleja:

Para evitar decepciones
y posibles violaciones,
asegúrate tu ración
antes de amorrarte al pilón,
o te dejarán colgado y lleno de deseo,
sin más opción que darte un meneo.


© Jean Mallart 1993

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¡Ho, ho, ho! (Cuento de Navidad)


PAPÁ NÖEL estaba preocupado. Se había quedado sin dinero; estaba arruinado. Ningún banco aceptaba prestarle nada, pues no disponía de avalistas ni de bien alguno que pudiera servirle para respaldar los créditos que necesitaba. No tenía dinero para huir a otro lugar con una nueva identidad, como había hecho ya tantas veces. Estaba acabado.
—Si es que no se puede ser bueno en esta vida —se quejó amargamente Papá Nöel mientras se servía su tercer benjamín de espumoso barato.
—Y tanto —asintió Mamá Nöel, que acababa de pasar dos horas achicharrándose los sesos con el secador para mantener sus blancos rizos rizados—. Mira que te dije un millón de veces que no fueras regalando cosas por ahí, que luego no dan ni las gracias. Malditos desgraciados...
—Tienes razón, Mamá —murmuró Papá Nöel apurando su copa.
—Sí, Klaus, y tanto que tengo razón. Al menos, ahora que por fin estás arruinado, ¿eh?, viviremos más tranquilos. Gracias a Dios por eso; serías capaz de salir también esta Navidad sólo para quedar bien. ¡Y yo a morirme de asco aquí, cuidando a los renos! Hace un siglo que no vamos de vacaciones por culpa de esa estúpida manía tuya.
—Algún día te llevaré al Caribe —dijo Papá Nöel mientras se servía más burbujas—. Ya verás qué bien, qué calorcillo más rico.
Mamá Nöel hizo una mueca de desagrado, pero se mordió la lengua. ¡A buenas horas, mangas verdes! —nunca mejor dicho— Un siglo atrás le había prometido Venecia, y París el siglo anterior. Nunca cumplió tales promesas... Ahora, sin una sola moneda en el arcón, sabía con certeza que tampoco cumpliría la que le había hecho esta vez. ¿Qué iba a hacer ella en el Caribe, de todos modos, ahora que su cuerpo estaba fofo y envejecido? Se moriría antes de desnudarse para tomar el sol, y ligarse a un nativo quedaba descartado, por supuesto. ¡Diablos! Debió escapar cuando tuvo ocasión, aquella vez que Klaus olvidó las llaves del trineo en el contacto. Así podría haber gozado de la vida. Y la Viagra había llegado con trescientos años de retraso. Nunca había conocido el placer, ni otro calor que el de la boñiga de reno quemándose en la estufa, y todo por culpa de la loca generosidad de su esposo.
—Eras un hombre rico, Klaus, y lo has dilapidado todo. Tantos años de clandestinidad, tantos esfuerzos y dinero gastados tontamente para proteger tu identidad, huyendo de un punto a otro del maldito Círculo Polar, huyendo de jugueteros estafados y soñadores fanáticos que se empeñan en creer que existes, cuando todo el mundo menos tú sabe que Papá Nöel son los padres. ¡Debería darte vergüenza! Me has dado una vida de mierda.
—Cariño... Vamos, no hables así... ¿Quieres una copita de champán? —dijo Papá Nöel, intentando calmarla.
—¡Ni se te ocurra salir esta Navidad!, ¿me oyes? No pienso pasar esta Nochebuena sola. ¡Si yo me fastidio, tú también! Si te veo poner un solo regalo en el maletero del trineo, te mataré.
—Pero es que es mi vida, cariño, compréndelo, es mi imperativo vital, mi razón de ser —se quejó Papá Nöel. Tenía los ojos enrojecidos y la voz gangosa.
—¡No tenemos dinero! ¡Se acabó Papá Nöel, se acabó andar por ahí como un vulgar ladrón, violando domicilios y asaltando jugueterías! ¡Se acabó! —chilló mamá Nöel— ¡A partir de mañana dejas esa tontería y te buscas un trabajo como es debido!

La víspera de Navidad, unas horas antes de la Nochebuena, los duendes fueron a buscar a Papá Nöel.
—Tenemos que decírselo —declaró el mayor de ellos antes de partir.
—Sí —reconoció otro—, aunque creo que sería mejor que esperáramos hasta Nochevieja.
—No pienso trabajar gratis esta Navidad; todavía no hemos cobrado los atrasos de la Navidad anterior y tengo duendecillos que alimentar.
—Eso es; le diremos que si no paga por adelantado, retrasos incluidos, iremos a la huelga.
Pero cuando llegaron a la casita de Papá Nöel y se disponían a llamar a la puerta, algo llamó su atención.
—Qué extraño —dijo el duende mayor—. Mirad, la puerta está abierta.
—¿Con este frío? Pues sí que es raro. Pero si está abierta, podemos entrar, ¿no? Se me están congelando las puntas de las orejas aquí fuera —dijo otro duende.
Así que entraron en la casita... y, al momento siguiente, salieron corriendo y dando alaridos.
Sólo el duende más viejo se quedó. Se acercó a Mamá Nöel y cerró sus exorbitados ojos; luego fue a buscar un cuchillo para descolgar a Papá Nöel de la viga principal del salón.

© Jean Mallart 1998
¡Feliz Navidaaargh!

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El abuelo saltarín


AQUELLA NOCHE, después de verla, no pude dormir. Por una vez, mi insomnio no tenía que ver con los dolores que padecía; comparado con la dolorosa emoción que dominaba mi renqueante corazón, el suplicio que mis múltiples achaques me infligían era un goce celestial. Aquella noche me sentía como si sesenta años de mi vida se hubieran derretido y evaporado, al calor de un sentimiento casi olvidado.

Me había enamorado.

Me enamoré en cuanto la vi. Fue algo intenso y fugaz, como un relámpago; pero como un relámpago de cine, deslumbrante y avasallador. Fue, como digo, muy rápido. ¡Ojalá mis dolores se disiparan con tanta rapidez! Al menos, ligar no sería tan problemático. Las viejas estiman en mucho a los viejos ágiles, sobre todo si hacen yoga y comen hormigas y lechuga para cenar. ¡Dónde esté un buen cocido...! El cocinero del asilo hacía un cocido fenomenal. Él y yo bromeábamos a menudo y le encantaba escuchar mis aventuras de juventud.

—Menudo pillo era usted, don Emilio —decía el cocinero, admirado, tras relatarle yo algún antiguo lance galante.

—Bueno, Cosme —le decía yo—; tú también podrías, si te lo propusieras, ser todo un galán.

—A mi edad ya no se está para esos trotes —contestaba el desgraciado. Yo le reprendía siempre. Era un derrotista. Al fin y al cabo, era joven. No pasaba de los sesenta. Ni pasó, por cierto; hace ya tres años que murió. Algo de la médula espinal...

A partir de entonces, la comida empeoró mucho, ya lo creo. Tanto que mis camaradas empezaron a caer como moscas, porque se negaban a comer. Y yo encontré una razón para llegar a los noventa.

La nueva cocinera se llamaba Felisa.

Felisa, aunque tenía buena intención y ponía mucho empeño, cocinaba infamemente. Ella seguía las recetas, claro está, pero la vista le fallaba y ella, coqueta, se resistía a usar gafas para leer. Para estar segura de no errar, hacía los platos más sencillos y menos apetitosos, no fuera que en lugar de cien gramos de pimiento echara cien granos de pimienta, por ejemplo.

A mí me daba igual la porquería que nos sirvieran con tal de que ella siguiera al frente de las cazuelas. Daba gusto verla tan limpia y tan buena moza, aunque la visión de las papillas que preparaba me recordaba a veces una escupidera llena de gargajos que vi una vez, cuando era niño, en el suelo de un bar.

Cocinaba espantosamente, es cierto, pero era adorable. Tenía unos grandes y hermosos ojos, redondas y llenas mejillas en las que se formaban encantadores hoyuelos al sonreír, unos andares y una prestancia que invitaban al galanteo... ¡Y yo sin poder levantarme de la silla de ruedas, por culpa de la gota! Pronto llegó el invierno y también el reúma y la artrosis empezaron a jorobarme. Para colmo, me dolía el diente.

Empecé a desanimarme; yo sabía que mi amor era imposible. No podía concentrarme ni pensar en nada que no fuera Felisa, así que decidí dejar el dominó. Llegué al desatino destructivo de pedir una ración más de sus hediondos guisos en cada comida, solamente por tener a Felisa un instante más a mi lado. Pero esos fugaces momentos de dicha no eran suficiente. Me hundí en la depresión. Incluso pensé en catar el puré de alubias y acabar con todo...

Un domingo, harto ya de vivir así, dirigí mi cuchara con desesperada determinación hacia el enorme plato rebosante de gachas a las que Felisa, con espíritu ahorrador, había añadido los plátanos fritos que sobraron del arroz a la cubana de la noche anterior. Cincuenta ralas calvas moteadas de gris giraron en mi dirección.

—Emilio, no lo hagas. Aún estás a tiempo. Dile que la amas y verás cómo se soluciona todo —dijo Pepito Grillo.

Pepito Grillo no era la voz de mi conciencia, pero casi. Tampoco era un grillo parlante, sino un ex cura de ochenta y siete años, ateo por demás desde los cuarenta, que colgó los hábitos cuando el abad de su monasterio decidió que ya era demasiado viejo para trabajar e intentó que lo encerraran en una celda para monjes gagás en Soria. Tenía la desgracia de llamarse José Grillo del Monte y todo el mundo le decía Pepito Grillo, claro.

Pepito Grillo tenía un hijo —que él supiera— que no olvidaba que tenía un padre, y cada tres meses le traía bajo mano algunas latas de comida decente. Como buen cura ateo, Pepito tenía varias amantes entre las mujeres de su parroquia, y hubo incluso quienes, arteramente, intentaron hacer pasar por suyos hijos tenidos con otros curas; pero él sólo había reconocido y alimentado a uno, el primero de todos, ya que era el único que tenía en el cuero cabelludo la marca de nacimiento distintiva de su familia, con forma de estrella de cinco puntas.

—No lo soporto más —le dije, con la boca llena de dientes postizos—. No puedo seguir así, sin apretar sus prietas y tersas manos entre las mías, agarrotadas por la edad. Prefiero comer esta guarrada de gachas a seguir viviendo sin su amor.

—Ni siquiera lo has intentado —su mano, redentora, se alzaba inexorable para detener el avance del vil mejunje hacia mi boca. Sujetó firmemente mi mano y la forzó suavemente a posar la cuchara llena en el plato—. Vamos, deja esa cuchara. Tengo perdices en lata en mi cuarto.

—¿Perdices, Pepito? Estás loco de remate. «Fueron felices y comieron perdices», esto es: A conjuntor B. Pero yo no soy feliz, luego no comeré perdiz: Negador A, luego negador B.

—Eso es un sofisma, Emilio; está mal razonado.

—Luego miramos las tablas y ya verás cómo no.

—Está bien, pero antes hay que comer. Creo que tengo melocotones en almíbar debajo de los geranios.

—Te repito, Pepito, que estás loco.

—No más que tú, que te enamoras de una cocinera cincuentona, incompetente por demás, a la que todo el mundo odia.

—¿Tú también?

—Sí, yo también. Lo reconozco; no puedo evitarlo. Es una desdicha para nosotros y una afrenta continua a los gastrónomos profesionales del mundo.

—Sí; es una desgracia encantadora.

Pronto se corrió el murmullo afónico y gorgoteante de mis amores, transmitidos de traqueotomía a audífono por todo el asilo. Y Felisa, claro está, acabó enterándose. Temí lo peor: que nunca volviese a mirarme a la cara. Gracias al cielo, no fue así... De todos modos, la pobre mujer no reaccionó como yo hubiese querido. Aquel día tremendo se presentó mi amada en mi humilde cuartucho, notificándome de este modo su parecer:

—Qué jodío, menúo viejo verde ’tás hecho, ¡ja! ¡Pos no me quieres echar un caliqueño, a tu edad! Que sí, que me ha dicho un pajarito que te mueres por mi coño. ¡Ah cojones! ¡Como que no tengo yo quien me ponga su pan a cocer! ¡Ja, ja! ¡Verás cuando se lo cuente a la Vicenta! ¡Pero tú no te preocupes, hombre! ¡Por dos mil duros soy tuya, y si no puedes conmigo ya te ayudo yo! ¡Que por mil duros más te traigo también la Viagra, ja, ja! ¡Ya verás; se te va a poner más dura que una roca! Y para que veas lo que te espera, echa un vistazo a esto.

Anonadado, contemplé cómo Felisa descubría sus blancas, firmes y abundantes glándulas mamarias ante mis bienaventuradas cataratas.

—¡Toca, Emilio, toca! ¿Ves qué duras? ¡Pero no hinques el diente! ¡Ja, qué bueno: el diente! ¡Nunca mejor dicho, eh, mi amor?

«¡Mi amor!» ¡Contra todo pronóstico, Felisa declaraba su amor por mí!

—¡Te quiero, Felisa! —atiné a exclamar con los ojos llenos de pezones, en el colmo de la felicidad mientras en mi pecho crecía el exquisito dolor que anunciaba mi FIN.


© Jean Mallart 1999

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Una visita inesperada


En su mansión de Miami, Enrique Anzola y su amigo William Jameson, de Industrias Jameson, tomaban una copa. El interés de ambos por las setas les había unido en una firme amistad, a pesar de ser dos personas tan diferentes. Anzola no lo sabía, de eso estábamos seguros, pero su amigo Jameson no era trigo limpio. Vendía tecnología a los iraníes.

La esposa de Enrique, Elvira Anzola, se zambulló en la piscina con su hijo Carlos, salpicando al perro, Fluke, que meneó su cuerpo empapado. Al principio sólo nos llegaba la imagen, a causa de una interferencia. El jefe se cabreó bastante con nuestro técnico.

—¡Eh, gilipollas! —graznó, dándole un codazo— Muévete, joder. Arregla esa mierda.

El técnico saltó del furgón y salió corriendo. El jefe se acercó a la pantalla.

—¿Puedes leer en sus labios? —me preguntó.

—Está muy lejos, jefe.

No habíamos contado con esto. Al fin obtuvimos el sonido, aunque sólo el de Anzola. De todos modos, casi todo el rato estuvo hablando él. Cuando recuperamos la señal, decía:

... ni una palabra de lo que te cuente, pero ya que insistes...

Aquello ocurrió hace diez años. Por aquel entonces vivíamos muy lejos de aquí, en una casa muy aislada, cerca de una ciudad portuaria del norte de España. ¿Que dónde está eso? ¡En Europa, hombre, en Europa! Sí, esa España. ¿Que por qué dejamos España? Ya sé que a ti te cuesta comprender cómo puede alguien dejar Europa para venirse a vivir aquí, ya que siempre has vivido en Miami y no conoces bien aquello. ¿Qué piensas que es Europa? ¿Crees que todos viven allí en castillos medievales, criando caballos? Je, je.

Elvira estaba en el salón de nuestra casa, leyendo, con los auriculares inalámbricos en sus oídos para oír su disco favorito. Equis, nuestro gato, dormitaba enroscado junto a ella. Era sábado y en la tele no había más que fútbol, un culebrón estúpido y un documental sobre la Guerra Civil... Pero qué dices, hombre; la que hubo en España... ¿Cómo que cuando? Pues hace mucho. ¡Joder, como sesenta años o así! ¿Vas a dejar que te lo cuente? Tú me lo has pedido.

En fin, que Elvira estaba leyendo y yo en la cocina... ¡Cocinando, hombre! Pues sí; allí en el norte, de donde somos Elvira y yo, los hombres cocinan a veces... Bueno... El viernes era siempre un mal día para Elvira; venía muy cansada del instituto. Sí, trabajaba en un instituto, en la ciudad. Era profesora de matemáticas... Yo no; yo trabajaba en casa. Pues en casa, hombre... ¡Pero qué dices de teletrabajo! Yo fregaba, quitaba el polvo, hacía las coladas, mantenía la casa ordenada, el jardín con su pequeño huerto y todo eso... Sí, Elvira traía el pan... Ya, ya sé. Es un trabajo como otros.

¡Total! Elvira estaba leyendo mientras yo cocinaba para la cena. Me gusta cocinar con la radio muy alta, mientras escucho por la radio los comentarios del fútbol. Mi equipo perdía por un gol a cero, pero estaba contraatacando. Apreté las mandíbulas. Los delanteros avanzaban ya por el campo enemigo. El capitán hizo un pase perfecto hacia la frontal del área contraria. ¡Qué emoción! Un drible, otro más, un pase a la otra banda, una pared, otro pase por la izquierda. ¡GOL! En ese momento, el estadio se vino abajo. Y mi casa también.

¡En serio! Oí un terrible estrépito y a Elvira, que gritaba muy asustada. Salí al salón y la vi acurrucada en el sofá, cubierta de yeso. La lámpara se había caído y el techo estaba agrietado. En la cocina todo estaba igual que antes, aparte de algunos cacharros de cobre que habían caído al suelo. Fuera lo que fuese, había caído sobre el dormitorio. ¿Una avioneta, quizá? Había un aeródromo cerca del pueblo. Recé para que no fuera una avioneta o un helicóptero del aeródromo local. Donde hay una avioneta o un helicóptero estrellado y destrozado, suele haber también personas estrelladas y destrozadas. Tal vez fuera un meteorito. Esperaba que lo fuera. Lo prefería.

Me acerqué a Elvira, que lloraba asustada, para intentar tranquilizarla. Parecía estar bien, aparte del susto. La abracé y le quité el yeso del pelo y de la cara como mejor pude. Luego la llevé a la cocina, temiendo que el techo del salón se viniera abajo. Equis, nuestro gato, se había escondido debajo de una silla. Por fin Elvira se calmó un poco y fui al dormitorio a ver qué había pasado.

Nunca olvidaré lo que vi. Estaba preparado para ver cualquier cosa; creo que por eso no me desmayé allí mismo. Nuestra cama yacía partida en dos, medio hundida en el suelo. Había un montón de polvo en el ambiente y cascotes por todas partes. Por entre el polvo de yeso distinguí unas luces. Me quedé ahí, junto a la puerta del dormitorio, mirando fijamente esas luces hasta que el ambiente se aclaró y pude ver mejor. ¿Sabes lo que era?... No, no era un helicóptero... Tampoco una avioneta. Era un platillo volante. Al menos, la parte que se veía de él.

Vamos, Billy... ¡Ja, ja! ¡Te lo aseguro! ¡Te juro que es verdad! ¿No me crees? Pues escucha esto:

Cuando entré en mi dormitorio y vi que un platillo volante había aterrizado sobre mi cama, no sentí ningún miedo. Simplemente, estaba demasiado conmocionado para temer nada. De hecho, me enfadé. Me puso furioso ver mi dormitorio así, ¿comprendes? Y cuando aquella escotilla se abrió, ¿sabes en qué pensaba? En decirle cuatro cosas a aquel maldito incompetente, fuera quien fuese.

No tuve ocasión. En cuanto vi al ocupante del platillo, se me quitaron las ganas. ¡Tenía un aspecto graciosísimo! ¡Y su voz! Tenía una voz femenina, muy sexy. Cuando oí a ese bicho pedirme disculpas en mi propio idioma, con esa voz, me quedé tan pasmado que no pude articular palabra.

Ah, no sé. Tenía un aspecto gracioso, Bill; eso es todo. Era muy... típico.

Por supuesto, era verde. Su piel peluda tenía el tono exacto de verde que cabría esperar de un extraterrestre. Parecía un cruce de oso panda, sapo, gorila y saxófono tenor. Era una criatura cómica. Su cuerpo estaba desnudo, excepto por un amplio cinturón de un material parecido al cuero del que colgaba un sospechoso aparato que parecía una pistola. Tenía una culata anatómica, un gatillo y un cañón grueso, con una gran boca ovalada. Se parecía a un secador de pelo. Un desintegrador, supuse. Cuando me di cuenta de lo que podía ser, no me pareció tan cómico y se me quitaron también las ganas de reír.

No entendí bien lo primero que dijo con esa voz tan hermosa. Pero sí todo lo demás.

—Le repito que no pretendíamos estrellarnos contra su casa —se excusó—. Nos sentimos avergonzados. Espero que nos perdone.

Di media vuelta, sin contestar, y volví a la cocina. Elvira me miró con los ojos muy abiertos, nerviosa aún.

—¿Qué pasa, Enrique? ¿Qué has visto? —me preguntó. Y yo le dije:

—Un extraterrestre.

¿Qué le iba a decir? Como es lógico, no reaccionó muy bien. No era momento para bromas. Tenía el susto muy reciente y estaba muy susceptible.

—¡Enrique! ¡Que qué has visto! —gritó. Le contesté más alto aún.

—¡Un extraterrestre, Elvira, un extraterrestre!

—¡Venga ya! No te creo.

—Pues es verdad —dije yo un tanto irritado—. Está ahí dentro. Se ha disculpado por estrellarse. Tiene su platillo encima de nuestra cama, entérate bien.

Elvira me miraba de un modo muy extraño, como nunca me había mirado. Creo que pensó que me había vuelto loco de repente. Supongo que así fue, en cierta medida. Se levantó de su silla, se sacudió el yeso del cuerpo y se dirigió hacia el dormitorio, echándome una mirada furibunda al pasar junto a mí. Al llegar al dormitorio, pegó un alarido tan fuerte que aún resuena en mis oídos. Volvió corriendo a la cocina y se apretó contra mí.

—¡Hay un extraterrestre, Enrique, un extraterrestre!

—Te lo dije.

En ese instante, aquel extraño ser entró en nuestra cocina.

—Perdonen —dijo.

Elvira dio un bote en mis brazos y chilló otra vez, gimoteando. A ella no le parecía gracioso.

—Por favor, cálmense —suplicó el extraterrestre.

—¿Es un marciano? ¿Nos están invadiendo? —chilló Elvira.

—No le grites, Elvira —susurré yo—. No creo que nos estén invadiendo. Cálmate, por favor.

—¿Hay alguien más aquí? —preguntó el extraterrestre— Se oyen voces.

—Es la radio —dije, apagando el receptor. Entonces, de repente, me entraron ganas de ir al baño.

—Perdón —dije. Y me fui trotando como un rayo. Demonios, Bill, ya sé que los rayos no trotan. Es una metáfora, joder.

Cuando volví a la cocina, Elvira procedía a las presentaciones. Todavía temblaba un poco y hablaba tartamudeando.

—Yo-yo m-me llamo Elvi-vira, y éste es mi ma-marido, Enrique Anzola.

El ser levantó una mano y se la llevó solemnemente al pecho.

—Soy Tsk-pi-tsk, vivo en el planeta Tsk-tsk, del sistema Tsk-pi, y vengo en son de paz —dijo. Por supuesto, no dijo realmente “Tsk” y “Tsk-pi”. En lugar de eso emitió una especie de chasquidos y pitidos suaves y musicales. Te lo digo así para que me entiendas.

—¿En son de paz? No me diga —repliqué señalando los destrozos del dormitorio—. Lo mismo le dijo el General Custer a Toro Sentado.

—Bueno, Enrique —comenzó a decir Elvira en ese tono suyo de “eso no fue así exactamente”—, eso no es correcto del todo; en realidad...

—Corta, Elvirita, que no estás en clase —le dije enseguida—. No es el momento.

Como te dije hace un rato, Elvira era profesora en un instituto y no sabía cuándo parar de corregir y dar lecciones. A veces es un fastidio. Aún lo hace de vez en cuando, ¿sabes? No comprende que tengo un temperamento literario y que lo que digo realmente es lo de menos cuando lo que pretendo decir es otra cosa, con palabras que no corresponderían a esa cosa en un contexto corriente. ¿Comprendes? Está bien; dejémoslo.

¿Por dónde iba, Bill?... ¡Ah, sí! Siempre se lo digo a ella; y cuando le señalo esa profunda verdad, se niega a reconocerlo y se pone a discutir durante horas. Luego, por la noche, me da la espalda. Por eso la interrumpí.

Bueno. Como te iba diciendo, el alienígena se presentó por su nombre y aseguró venir en son de paz. Sin embargo, yo no había olvidado el aparato con aspecto de secador de pelo que llevaba al cinto. Supuse que era motivo suficiente para desconfiar. No sabía si era un invasor, pero... Me volví hacia el intruso para interrogarle.

—Comprenderá, señor Como-se-llame...

—Señora —me interrumpió.

—¿Cómo?

—Digo que soy hembra —aclaró el ser—; y casada, además.

Y me mostró una de sus verdosas manos peludas en cuyo dedo anular relucía, precisamente, su anillo de casada.

—Tsk-pi, señora de Tsk, del planeta Tsk-tsk, en el sistema Tsk-pix-pik —añadió.

Reconozco que me quedé sin palabras, Bill. Sí, ya sé que parece imposible, pero así fue exactamente. Incluso entonces, Elvira se dio cuenta.

—Increíble —susurró Elvira junto a mí—; ha conseguido interrumpirte. Recordaría este día eternamente aunque no hubiese un extraterrestre en mi cocina.

—Es mi cocina —repliqué irritado.

—Yo la he pagado —dijo ella, directo al estómago.

—Cierra el pico —contesté yo. Me volví hacia la señora de Tsk, del planeta Tsk-tsk, en el sistema Tsk-pix-pik, y me dispuse a averiguar lo que pudiera.

¿Qué crees que le pregunté, Bill? ¿Acaso aproveché que tenía en mi cocina a un ser pensante venido de las insondables profundidades de lo ignoto para obtener respuesta a las preguntas fundamentales del cosmos? ¿Crees que le pregunté quiénes somos, de dónde venimos o a dónde vamos? ¡No! Eso es lo que Elvira hubiera hecho. Yo le espeté:

—Eh, doña Tsk-pi, o como sea. ¿Por qué han tenido que ir a estrellarse precisamente en nuestra cama?

—Verá usted, señor Anzola —dijo el ser con su voz sensual—; mi marido y yo íbamos de compras a Andrómeda cuando se nos averió el taladro espacio-temporal. Ha sido un accidente. Menos mal que frenamos a tiempo. Necesitaremos ayuda.

Dudé, Bill; lo reconozco. Me mesé los cabellos. Eructé suavemente.

—Vaya, pues lo siento mucho, de verdad —dije al fin—. Me gustaría ayudarles, pero no veo qué podemos hacer nosotros, señora. El único taladro que tenemos es para hacer agujeros en la pared cuando termino de pintar un cuadro. Si quiere, puedo ofrecerle un gato. No tenemos nada más.

Nuestro Equis asomó sus orejas en cuanto oyó la palabra “gato”. Pocas veces lo llamábamos por su nombre. Le llamábamos Gato, simplemente. Al verlo, la señora de Tsk se palmeó ligeramente el vientre.

—¿Un gato? ¡Oh, muchas gracias! —respondió, complacida— Son ustedes muy amables, pero ya hemos cenado.

Elvira se echó las manos a la cabeza, horrorizada.

—¿Has oído lo que ha dicho, Enrique? ¡Qué horror!

—Vaya, lo lamento —dijo la extraterrestre—. No quise ser grosera. Aceptaré su gato encantada.

—¡Miau! —dijo Equis, poniendo pies en Polvorosa al ver que aquel grotesco ser se le acercaba.

—Creo que no me ha entendido bien, señora —dije yo—. Me refiero a otra clase de gato. Un dispositivo hidráulico o mecánico cuya finalidad es alzar objetos de peso. Ese tipo de gato.

—¡Ah, claro! ¡Qué tonta confusión! Aún así, gracias. Pero no necesitamos su dispositivo hidráulico o mecánico cuya finalidad es alzar objetos de peso. Llevamos uno en el maletero de nuestra nave.

—Claro —murmuré asombrado—, qué idiota soy.

—Oiga, señora —dijo Elvira, irritada después de saber que los alienígenas no son vegetarianos—. Me gustaría saber quién va a pagar este desastre. ¿Dónde vamos a dormir? ¡El dormitorio está destrozado, fíjese! ¡Ahí dentro tenía una lámpara de aceite de porcelana rusa de mi tía tatarabuela! ¡Tenía más de cien años y un gran valor sentimental, aparte de que hubiera podido venderla por un dineral! ¡Tenemos una hipoteca que pagar! ¿Cómo voy a cobrar el seguro? ¿Cómo les digo a los de la aseguradora que un platillo espacial se ha estrellado contra mi casa? ¿Eh?

La extraterrestre posó su mano en el aparato que colgaba del cinturón junto a su cadera. Decidí intervenir.

—Por el amor de Dios, Elvira, cállate —supliqué susurrándole al oído—. Podría desintegrarnos en un momento.

—Oh, no —dijo el ser, que al parecer tenía un oído estupendo—. Su esposa tiene razón. Veo que ha visto demasiadas películas, je, je.

Su risa sonó demasiado humana para mi gusto. Claro que no era su risa natural, sino una traducción a nuestro lenguaje. Yo no quitaba la vista de su mano, posada sobre aquel chisme.

—Entonces, ¿van a pagarnos? —preguntó Elvira, más calmada.

—Por supuesto —dijo la extraterrestre—. Siento mucho todo esto. Ha sido un accidente. No vamos por ahí chocando con habitáculos de indígenas belicosos por deporte. Nuestra aseguradora se ocupará de todo.

—¿Cómo? —exclamé. Pensé que había oído mal.

—Nuestra compañía de seguros cubrirá los daños —repitió el ser—, aunque tal vez les cueste un poco hacer efectiva la indemnización. En todo caso —dijo dirigiéndose a Elvira—, sé que nada puede pagar la pérdida de un objeto de tanto valor sentimental como la lámpara de su tía tatarabuela, aparte de que hubiera podido venderla por un dineral. Así que...

Echó mano a su cadera y de un tirón sacó eso que parecía una pistola, apuntándolo negligentemente a mi cabeza.

—¡No! ¡Por favor, no me mate! —grité arrodillándome— ¡Se lo suplico!

Ya sé que esa actitud no era muy digna, Bill. No te reirías tanto si estuvieras en mi situación. Ofrecerías un aspecto tan patético como yo.

—Veo que los machos son iguales en toda la galaxia —se lamentó el ser meneando su gran cabeza verde—. Acepte este presente —dijo volviéndose hacia Elvira—, con mis disculpas.

Elvira, perpleja, no tuvo más remedio que acceder. Yo, más perplejo aún, vi cómo accedía. Alargando una mano, cogió el objeto con forma de secador de pelo que la extraterrestre le ofrecía.

—Es antiguo, pero aún funciona. Fue de mi madre, y de la suya antes. Ahora es suyo.

—¡Dame eso! —chillé, arrebatando el objeto de las manos de mi mujer— ¡Puede ser peligroso!

—Nada de eso —dijo la alienígena con tono ofendido—. Nunca hago regalos peligrosos.

—¿Ah, no? —exclamé— ¿Y esto qué es? —dije señalando el “regalo” con la otra mano.

—¿Es que no lo ves, Enrique? —dijo Elvira con expresión de disgusto— ¡Es un secador de pelo, idiota!

—¡Qué coño dices de secador de pelo! ¡Es un arma, un rayo de la muerte!

—Es un secador de pelo —refrendó la alienígena—. Funciona sin baterías; tiene una pila de fusión. Lo llevo siempre encima. Es la costumbre hasta que la hija se case. Pero ella no quiere casarse. Ya saben cómo son estos jóvenes de hoy en día.

Bueno, Bill; la verdad es que Elvira y yo éramos dos de esos jóvenes “de hoy en día”, pero no me sentía con ánimos para decir nada al respecto después de cómo metí la pata.

—Tendremos que esperar a que venga la grúa a buscarnos —dijo la extraterrestre— e irnos a casa. Ya iremos a Andrómeda otro año. De todos modos, las rebajas ya habrán terminado para cuando podamos viajar de nuevo.

—Madre mía —murmuré mesándome los cabellos.

—¿Y eso del seguro? —preguntó Elvira, siempre atenta al vil metal.

—Mi marido dice que sería mejor que llegáramos a un acuerdo amistoso antes de que llegue. Para ustedes puede resultar difícil cobrar la indemnización, y a nosotros nos conviene más pagarles directamente a ustedes, sin que medie la compañía de seguros. Así evitaremos que nos suban la cuota otra vez —explicó la extraterrestre—. Hace veinte años de los suyos chocamos con un carguero que llevaba cien mil toneladas de titanio para la Nebulosa del Cangrejo. Ya saben cómo son las compañías aseguradoras. Un choque tan reciente... y nosotros también tenemos una hipoteca sobre nuestro asteroide.

Ya sé que todo esto te parece increíble, Bill. No tienes que estar mirándome con esa cara constantemente.

Elvira y yo comprendimos perfectamente la situación, y estuvimos de acuerdo en alcanzar un trato. Pero tanto a ella como a mí nos intrigaba el marido de la extraterrestre, el señor Tsk.

—Por cierto... ¿Dónde está su marido? ¿No quiere salir? ¿Cómo se comunica con él? —preguntó Elvira. Es muy curiosa, como sabes.

—Es mejor que no le vean; se ha quedado en la nave por delicadeza. Los machos de mi especie son seres encantadores, amables y cariñosos, y la Naturaleza los ha adornado con múltiples gracias para atraernos. Pero no entran en, digamos... los cánones de belleza humanos.

Compréndelo, Bill. Ella no era ninguna beldad, que digamos. Y si ella decía que su marido nos podía parecer tan repulsivo, sin duda tenía razón.

—Nuestros machos —prosiguió la extraterrestre— carecen de cuerdas vocales. Nosotras sí tenemos, para llamar al macho cuando... en fin, ya saben.

—Madre mía —murmuré de nuevo, mesándome los cabellos otra vez.

—¿Se comunican por telepatía? —preguntó Elvira la Curiosa Profesora.

—Por el olor —respondió la extraterrestre.

—Ah.

Durante unos minutos, nadie dijo nada. Elvira preguntó a la señora de Tsk, del planeta Tsk-tsk, en el sistema Tsk-pix-pik, si quería café. Esta contestó que respetaba la ley. Me mesé los cabellos otra vez. Pasó el tiempo. Fui al salón con nuestra visitante para mostrarle nuestro televisor, pero el choque del platillo se había cargado la antena. Puse la radio otra vez. El partido había terminado en empate. Moví el dial al azar y sonó una vieja canción de Roger Taylor, “This ship sings to the skies”. Qué casualidad. La extraterrestre conocía la canción, imagínate. A su raza le encantaban las historias que los humanos inventaban sobre los habitantes de otros planetas.

La señora de Tsk nos contó que durante milenios, antes de que contactaran con otras especies de su galaxia, también ellos habían pensado que eran los únicos en todo el universo. Luego empezaron a ver platillos volantes, y hubo algunos contactos. Sin embargo, a diferencia de nosotros, ninguno de ellos aseguró haber sido secuestrado y violado por la gente de los platillos. En cambio, tomaron a aquellos seres por dioses. Más tarde, empezaron a pensar en la posibilidad de que hubiese civilizaciones en otros mundos, pues las leyes de la probabilidad así lo señalaban. Y finalmente llegó una gran nave de seres omniscientes (o casi) y entablaron relaciones diplomáticas.

—En unos pocos siglos —predijo el ser—, ustedes estarán probablemente en situación de decodificar los mensajes que constantemente se envían de unos sistemas a otros, y comenzarán a comunicarse con otras comunidades inteligentes de su galaxia. Luego, les venderán a ustedes la tecnología necesaria, o se la alquilarán. Es lo usual. Buen negocio para todo el universo.

—¿Puede estar pasando algo así ahora? —preguntó Elvira, que tenía una taza de café frío en la mano.

—No, Elvira, todavía no—contestó la señora de Tsk meneando su extraña cabezota—. Nos tenéis demasiado miedo. Es demasiado pronto; aún no conocéis gran cosa de nosotros, y la ignorancia es enemiga de la diplomacia.

—Cierto —asentí, un poco como disculpa, ¿comprendes, Bill?

Elvira estaba algo inquieta.

—Todo esto que nos ha dicho es muy interesante. Pero ¿por qué nos lo cuenta?

—Porque nadie les va a creer.

—¿Cómo está tan segura?

—Lo sabemos por experiencia. Ha habido otros casos. Están ustedes en una posición privilegiada, cerca de una encrucijada donde se encuentran tres importantes rutas comerciales. Mucha gente va a Andrómeda de compras y a vender sus productos, porque allí no hay impuestos. Es un paraíso fiscal y turístico. Hay un planeta en el borde de la galaxia, llamado Pix-pi-tsk, que es precioso. Tiene unos volcanes maravillosos y una temperatura estupenda. Mi marido y yo pasamos allí nuestra luna de miel. Fue estupendo. Es un lugar muy romántico, con todos esos volcanes en erupción y la Nebulosa del Cangrejo sobre nuestras cabezas... Algo fenomenal.

—Vaya —le dije a mi mujer algo descontento—. Tú nunca me llevas a sitios así, Elvira.

—Por favor, Enrique. Ya lo hemos hablado. No podemos permitirnos ese gasto.

—No se preocupe, Elvira —dijo la extraterrestre—. Podrán permitirse mucho más que eso.

Se levantó de la silla donde estaba sentada y salió al pasillo para ir al dormitorio. Cuando volvió, la trompa le temblaba levemente. Se situó frente a mi mujer y le tomó la mano. Era el primer contacto físico desde que el platillo se había estrellado. Elvira se lo tomó con tranquilidad. La extraterrestre sacó una bolsita de algo parecido al cuero y volcó el contenido en la palma abierta de Elvira. Era una piedra, roja y enorme, que lanzó su fulgor de fresa en todas direcciones. Parecía un rubí.

—¿Qué es? —pregunté, totalmente absorto en el brillo sangriento de la gema.

—Es nuestra moneda. Equivale a dos mil créditos OPU.

—¿Qué pueden comprar ustedes con eso? —quiso saber Elvira.

—Vamos a ver —dijo el ser—, para que se hagan una idea... Combustible para una semana o comida para tres días.

—No es gran cosa para un rubí—dije yo.

—Cierto. Sin embargo, en su planeta, esta piedra es rara y vale mucho más. Aunque no es un rubí.

—¿Ah, no? ¿Y entonces qué es?

—Los rubíes están bien para regalar a los salvajes, pero no como regalo —dijo la extraterrestre—. Eso es un diamante.

Bueno, Bill, precisamente eso es lo que pensé. Y es precisamente lo que dije.

—Pero es de color rojo —señalé—. No hay diamantes rojos.

Entonces miré a Elvira, que se había quedado como alelada observando la gema en su mano. Me miró y dijo:

—Te equivocas del todo, Enrique. Del todo.

—¿Se encuentra bien, Elvira? —dijo la extraterrestre un poco preocupada. La verdad es que Elvira tenía mal aspecto. Se había puesto muy pálida y había vuelto a temblar un poco. Me acerqué a ella y la rodeé con mi brazo.

—¿Qué te pasa? —le dije.

—Hace un tiempo vi en la tele un documental sobre gemología —dijo Elvira, jadeando y abriendo mucho los ojos. Se soltó de mi abrazo y se acercó a nuestra “visitante” con una expresión muy rara en la cara. La extraterrestre no mostraba ninguna emoción reconocible en su rostro, pero noté que su trompa temblaba perceptiblemente.

—Debí prever esto —dijo.

—Es un diamante rojo. Es eso, ¿no? —murmuró Elvira.

La extraterrestre asintió.

—Es que no tenemos cambio —dijo.

Elvira me miró de nuevo con esa extraña expresión enloquecida.

—Enrique, somos ricos.

Eh, Bill, ya sé que eso no responde tu pregunta. Calculé que un diamante tan grande podía valer como doscientos mil dólares, y eso teniendo en cuenta que su color rojo probablemente reduciría su valor. Claro que yo no tenía ni idea de gemas. Empecé a ver claro de qué modo nos habíamos hecho ricos cuando Elvira me lo explicó.

—¡Estupendo! —dije— ¡Podré comprarme un coche, además de reparar la casa! Debe valer una fortuna.

—¡No lo entiendes! —exclamó Elvira con un hilo de voz—. Sólo hay media docena de éstos en todo el mundo.

—Siete —corrigió la extraterrestre.

¿Sabes lo que pensé entonces, Bill? Era extraordinario. Alguien había corregido a Elvira por una vez. Sin embargo, ella misma se encargó de desplazar esa idea de mi confundida mente.

—Siete —repitió Elvira, como un eco—. Esto vale mucho más que una fortuna. Miles de millones, Enrique. Somos más ricos de lo que puedas pensar.

Tardé unos segundos en darme cuenta de todas las implicaciones. Podría hacer lo que quisiera. Dirigir mi propia empresa. ¡Qué digo de mi propia empresa; mi propia vida! ¡Que otro fregara los platos y sacara la basura! Vivir como un rey. No; como un emperador.

—Madre mía —murmuré de nuevo.

—La grúa estará aquí en dos minutos —informó la extraterrestre—. Es hora de irnos. Mi esposo me encarga que les diga que son ustedes unos bárbaros sumamente amables.

—Muchas gracias —exclamamos al unísono.

La extraterrestre me tendió la mano izquierda, que tomé en mis manos y besé con emoción. Era suave y verde y palpitaba.

—Gracias por su hospitalidad —dijo.

—Gracias por chocar con nuestra casa —respondí.

—Sí —dijo Elvira, cogiendo su otra mano con delicadeza—. Pueden volver a colisionar con nuestra casa cuando quieran.

—Gracias, lo pensaremos —dijo la extraterrestre, riendo por segunda vez—. Tenemos que irnos.

—La acompañaremos hasta la nave —dijo Elvira.

Junto a la escotilla abierta, la señora de Tsk, del planeta Tsk-tsk, en el sistema Tsk-pix-pik, nos dio un abrazo a cada uno.

—Será mejor que salgan de la casa cuando despeguemos. Puede ser peligroso —dijo—. Entró en la nave y saludó con la mano mientras la escotilla se cerraba.

—Adiós —dijo. Luego la nave desapareció de repente, Bill. Se esfumó en el aire.

—¡Ahí va! ¿Has visto eso, Enrique? —exclamó Elvira.

Tendí la mano y palpé algo frente a mí.

—La nave sigue aquí. Debe ser una especie de camuflaje —dije, dando un paso atrás—. Salgamos al jardín.

Una vez fuera, Elvira se puso a sollozar. Hacía bastante frío. La abracé y esperamos.

—Ya se han ido —dijo.

—No he visto nada.

—Se han ido —repitió.

Cuando volvimos al dormitorio, el platillo no estaba.

En este punto de la narración, perdimos de nuevo la señal.

—Mierda, otra vez —dijo el jefe—. Cuando coja a ese idiota de H*** se va a enterar de quién soy.

H*** era el técnico, claro.

Nuevamente, tuvimos que conformarnos con la imagen durante unos minutos. En la pantalla A, el señor Anzola sirvió otra copa a William Jameson, que reía meneando la cabeza encantado con la historia. Entonces se puso a hablar él. En la pantalla B, la señora Anzola secaba a su hijo Carlos con una gran toalla. En la pantalla C, el mayordomo, Hayes, estaba cogiendo una carta del buzón y se disponía a entrar en la casa.

—Eh, muchacho —me dijo el jefe—. Fíjate en eso. ¿Cuándo ha llegado esa carta? No he visto acercarse al cartero.

—No lo sé, jefe —contesté. Yo tampoco había visto nada. Miré hacia atrás, donde se encontraba mi compañero R*** atento al teléfono. Agitó la cabeza negativamente.

—Síguele —ordenó el jefe.

Estuvimos atentos a Hayes. Entró en la casa. La imagen cambió y le vimos preparando la bandeja de la correspondencia. Entonces se acercó al teléfono, descolgó y pulsó una tecla.

—¡Coge la puta llamada! —chilló el jefe dirigiéndose a R***.

En la pantalla A, Anzola descolgó el teléfono que tenía junto a él. Enseguida oímos su voz.

—Sí, Harry. ¿Qué ocurre?

—Señor, he recogido una carta un poco extraña del buzón. Supongo que alguien la puso allí para gastar una broma. Lleva un remite muy raro.

—Bueno, ¿y qué dice?

—Eh... dice, más o menos: “Señores Tsk, planeta Pix-pi-tsk, Andrómeda”.

—¿En serio? ¡Tráeme esa carta, Harry!

—Como guste, señor.

En la pantalla C, Hayes colgó el teléfono y salió del amplio recibidor con la bandeja. Empezó a subir las escaleras con solemnidad. La imagen cambió y le vimos llamar a la puerta del estudio, donde estaban reunidos Jameson y Anzola. En la pantalla A, Anzola charlaba animadamente con Jameson. Al cabo de un momento, se volvió hacia la puerta y dijo algo. La puerta se abrió y el mayordomo entró con la bandeja. Hayes le entregó la carta y dijo también algo. Anzola le animó a irse con la mano. Hayes se fue. Lo seguimos en la pantalla C hasta el recibidor. Allí, se sentó en su butaca y se puso a leer el «Variety». El jefe siguió atento a la pantalla A.

—Fíjate en eso, chico —dijo. Miré la pantalla. Anzola había terminado de leer la carta y parecía muy alegre. Entonces descolgó el teléfono y pulsó una tecla.

Enseguida oímos la voz de Hayes.

—¿Señor?

—¡Harry! Ve al jardín y dile a mi esposa que venga aquí. Que venga Charlie también. ¿O. K.?

—Sí, señor.

Miramos la pantalla C. En el recibidor, Hayes había dejado el «Variety» abierto sobre la butaca y se disponía a abrir la puerta acristalada que daba al jardín. En la pantalla B, Elvira Anzola tomaba el sol mientras el pequeño jugaba con su perro.

—Cómo está la señora... —dijo R*** mirando la pantalla.

—Cierra la boca y abre los oídos, idiota —le dijo el jefe sin dejar de mirar las pantallas.

Elvira Anzola se había levantado y se estaba poniendo un sencillo vestido verde con rayas rojas. Le sentaba muy bien. No parecía un vestido de quinientos dólares, aunque probablemente es lo que costaba. Subió las escaleras, descalza, llevando a su hijo de la mano.

De repente, oímos la voz del pequeño.

—Mamá, tengo hambre.

—Luego, Carlos —dijo ella.

¡Por fin teníamos sonido! Un instante después, H*** entró jadeando en el furgón.

—Había una rata enorme comiéndose los cables —dijo.

El jefe se volvió hacia él.

—¡Silencio! — ordenó irritado. Miró de nuevo las pantallas.

—Sube el volumen en la A —me dijo.

Así lo hice. En la pantalla A, William Jameson leía la carta que el mayordomo había traído.

—Todo esto es una patraña que has montado para tomarme el pelo, ¿verdad? La historia de cómo te hiciste rico es absurda, pero esto ya es demasiado... —dijo Jameson, mirando a Anzola.

—Ya sé que te he gastado bromas antes, pero esta vez no —contestó Anzola riendo.

En la pantalla C, la señora Anzola llamó a la puerta y la abrió sin esperar. En la pantalla A, Jameson y Anzola se levantaron de sus asientos para recibirla. Jameson le estrechó la mano y se puso en cuclillas para hacer lo propio con el niño, que intentó estrujársela sin éxito.

—Eh, chico —dijo Jameson—. Ten cuidado o me romperás algún hueso.

—Siéntate, Elvira —pidió Anzola a su esposa.

Elvira Anzola tomó asiento en la tercera butaca, frente a ellos, dando la espalda a la cámara. No podíamos ver su cara. Sin embargo, no necesitamos verla para constatar su asombro cuando su marido le dio aquella condenada carta.

—Dios —murmuró al leer el remite—. No es otra broma tuya, ¿verdad?

—Te juro que no —dijo Anzola, con gesto alegre.

Entonces la señora Anzola empezó a reír y a exclamar alegremente. Abrió el sobre con nerviosismo y extrajo el mensaje de su interior.

—Léelo para Carlos, ¿quieres? —pidió Anzola.

La señora Anzola asintió con la cabeza, desplegó el folio y comenzó a leer con voz algo temblorosa.

—Dice: «Hola, humanos Enrique y Elvira. Espero que no tuvierais ninguna dificultad para hacer efectiva la indemnización. Os vimos en un telediario. Teníais buen aspecto (para ser mamíferos). Sabemos que tenéis un pequeño humano entre vosotros. ¡Felicidades! Cuando tuvimos noticias vuestras se me ocurrió escribiros. El cartero tenía miedo de aterrizar en la Tierra. Mi esposo y yo estamos aquí en Andrómeda de vacaciones. Ahora también nosotros somos millonarios. ¡Nos tocó la Lotería Galáctica! Nos compramos una nave nueva y un asteroide más grande. Mi esposo cree que nos disteis suerte. Incluso nuestra hija se casó por fin, y ya tiene su propio secador. Tenía muchas ganas de chocar con vuestra casa para conoceros.»

—Virgen santa —dijo de pronto.

—¿Dice “virgen santa”, mamá? —intervino el niño.

—No, hijo —contestó ella— Dice: “¿Ha llegado ya?”

En ese instante, un enorme estruendo se oyó fuera del furgón. Como una bomba.

—¡Mierda! —dijo R***, quitándose los auriculares de un tirón— ¡Casi me revientan los tímpanos!

El jefe se levantó rápidamente y salió del furgón. Yo le seguí afuera. Estaba mirando la casa.

—Mira, muchacho —dijo, señalando con un dedo.

Incrustado en el tejado de la mansión, un platillo plateado brillaba con reflejos cegadores bajo el sol de Florida.


©1998 Jean Mallart

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