El equivalente literario de las cacas fosilizadas de un cavernícola con
síndrome de Peter Pan, para lectores con el sentido del gusto atrofiado
y la sensibilidad de una estalactita

8.6.06

El abuelo saltarín


AQUELLA NOCHE, después de verla, no pude dormir. Por una vez, mi insomnio no tenía que ver con los dolores que padecía; comparado con la dolorosa emoción que dominaba mi renqueante corazón, el suplicio que mis múltiples achaques me infligían era un goce celestial. Aquella noche me sentía como si sesenta años de mi vida se hubieran derretido y evaporado, al calor de un sentimiento casi olvidado.

Me había enamorado.

Me enamoré en cuanto la vi. Fue algo intenso y fugaz, como un relámpago; pero como un relámpago de cine, deslumbrante y avasallador. Fue, como digo, muy rápido. ¡Ojalá mis dolores se disiparan con tanta rapidez! Al menos, ligar no sería tan problemático. Las viejas estiman en mucho a los viejos ágiles, sobre todo si hacen yoga y comen hormigas y lechuga para cenar. ¡Dónde esté un buen cocido...! El cocinero del asilo hacía un cocido fenomenal. Él y yo bromeábamos a menudo y le encantaba escuchar mis aventuras de juventud.

—Menudo pillo era usted, don Emilio —decía el cocinero, admirado, tras relatarle yo algún antiguo lance galante.

—Bueno, Cosme —le decía yo—; tú también podrías, si te lo propusieras, ser todo un galán.

—A mi edad ya no se está para esos trotes —contestaba el desgraciado. Yo le reprendía siempre. Era un derrotista. Al fin y al cabo, era joven. No pasaba de los sesenta. Ni pasó, por cierto; hace ya tres años que murió. Algo de la médula espinal...

A partir de entonces, la comida empeoró mucho, ya lo creo. Tanto que mis camaradas empezaron a caer como moscas, porque se negaban a comer. Y yo encontré una razón para llegar a los noventa.

La nueva cocinera se llamaba Felisa.

Felisa, aunque tenía buena intención y ponía mucho empeño, cocinaba infamemente. Ella seguía las recetas, claro está, pero la vista le fallaba y ella, coqueta, se resistía a usar gafas para leer. Para estar segura de no errar, hacía los platos más sencillos y menos apetitosos, no fuera que en lugar de cien gramos de pimiento echara cien granos de pimienta, por ejemplo.

A mí me daba igual la porquería que nos sirvieran con tal de que ella siguiera al frente de las cazuelas. Daba gusto verla tan limpia y tan buena moza, aunque la visión de las papillas que preparaba me recordaba a veces una escupidera llena de gargajos que vi una vez, cuando era niño, en el suelo de un bar.

Cocinaba espantosamente, es cierto, pero era adorable. Tenía unos grandes y hermosos ojos, redondas y llenas mejillas en las que se formaban encantadores hoyuelos al sonreír, unos andares y una prestancia que invitaban al galanteo... ¡Y yo sin poder levantarme de la silla de ruedas, por culpa de la gota! Pronto llegó el invierno y también el reúma y la artrosis empezaron a jorobarme. Para colmo, me dolía el diente.

Empecé a desanimarme; yo sabía que mi amor era imposible. No podía concentrarme ni pensar en nada que no fuera Felisa, así que decidí dejar el dominó. Llegué al desatino destructivo de pedir una ración más de sus hediondos guisos en cada comida, solamente por tener a Felisa un instante más a mi lado. Pero esos fugaces momentos de dicha no eran suficiente. Me hundí en la depresión. Incluso pensé en catar el puré de alubias y acabar con todo...

Un domingo, harto ya de vivir así, dirigí mi cuchara con desesperada determinación hacia el enorme plato rebosante de gachas a las que Felisa, con espíritu ahorrador, había añadido los plátanos fritos que sobraron del arroz a la cubana de la noche anterior. Cincuenta ralas calvas moteadas de gris giraron en mi dirección.

—Emilio, no lo hagas. Aún estás a tiempo. Dile que la amas y verás cómo se soluciona todo —dijo Pepito Grillo.

Pepito Grillo no era la voz de mi conciencia, pero casi. Tampoco era un grillo parlante, sino un ex cura de ochenta y siete años, ateo por demás desde los cuarenta, que colgó los hábitos cuando el abad de su monasterio decidió que ya era demasiado viejo para trabajar e intentó que lo encerraran en una celda para monjes gagás en Soria. Tenía la desgracia de llamarse José Grillo del Monte y todo el mundo le decía Pepito Grillo, claro.

Pepito Grillo tenía un hijo —que él supiera— que no olvidaba que tenía un padre, y cada tres meses le traía bajo mano algunas latas de comida decente. Como buen cura ateo, Pepito tenía varias amantes entre las mujeres de su parroquia, y hubo incluso quienes, arteramente, intentaron hacer pasar por suyos hijos tenidos con otros curas; pero él sólo había reconocido y alimentado a uno, el primero de todos, ya que era el único que tenía en el cuero cabelludo la marca de nacimiento distintiva de su familia, con forma de estrella de cinco puntas.

—No lo soporto más —le dije, con la boca llena de dientes postizos—. No puedo seguir así, sin apretar sus prietas y tersas manos entre las mías, agarrotadas por la edad. Prefiero comer esta guarrada de gachas a seguir viviendo sin su amor.

—Ni siquiera lo has intentado —su mano, redentora, se alzaba inexorable para detener el avance del vil mejunje hacia mi boca. Sujetó firmemente mi mano y la forzó suavemente a posar la cuchara llena en el plato—. Vamos, deja esa cuchara. Tengo perdices en lata en mi cuarto.

—¿Perdices, Pepito? Estás loco de remate. «Fueron felices y comieron perdices», esto es: A conjuntor B. Pero yo no soy feliz, luego no comeré perdiz: Negador A, luego negador B.

—Eso es un sofisma, Emilio; está mal razonado.

—Luego miramos las tablas y ya verás cómo no.

—Está bien, pero antes hay que comer. Creo que tengo melocotones en almíbar debajo de los geranios.

—Te repito, Pepito, que estás loco.

—No más que tú, que te enamoras de una cocinera cincuentona, incompetente por demás, a la que todo el mundo odia.

—¿Tú también?

—Sí, yo también. Lo reconozco; no puedo evitarlo. Es una desdicha para nosotros y una afrenta continua a los gastrónomos profesionales del mundo.

—Sí; es una desgracia encantadora.

Pronto se corrió el murmullo afónico y gorgoteante de mis amores, transmitidos de traqueotomía a audífono por todo el asilo. Y Felisa, claro está, acabó enterándose. Temí lo peor: que nunca volviese a mirarme a la cara. Gracias al cielo, no fue así... De todos modos, la pobre mujer no reaccionó como yo hubiese querido. Aquel día tremendo se presentó mi amada en mi humilde cuartucho, notificándome de este modo su parecer:

—Qué jodío, menúo viejo verde ’tás hecho, ¡ja! ¡Pos no me quieres echar un caliqueño, a tu edad! Que sí, que me ha dicho un pajarito que te mueres por mi coño. ¡Ah cojones! ¡Como que no tengo yo quien me ponga su pan a cocer! ¡Ja, ja! ¡Verás cuando se lo cuente a la Vicenta! ¡Pero tú no te preocupes, hombre! ¡Por dos mil duros soy tuya, y si no puedes conmigo ya te ayudo yo! ¡Que por mil duros más te traigo también la Viagra, ja, ja! ¡Ya verás; se te va a poner más dura que una roca! Y para que veas lo que te espera, echa un vistazo a esto.

Anonadado, contemplé cómo Felisa descubría sus blancas, firmes y abundantes glándulas mamarias ante mis bienaventuradas cataratas.

—¡Toca, Emilio, toca! ¿Ves qué duras? ¡Pero no hinques el diente! ¡Ja, qué bueno: el diente! ¡Nunca mejor dicho, eh, mi amor?

«¡Mi amor!» ¡Contra todo pronóstico, Felisa declaraba su amor por mí!

—¡Te quiero, Felisa! —atiné a exclamar con los ojos llenos de pezones, en el colmo de la felicidad mientras en mi pecho crecía el exquisito dolor que anunciaba mi FIN.


© Jean Mallart 1999

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