En su mansión de Miami, Enrique Anzola y su amigo William Jameson, de Industrias Jameson, tomaban una copa. El interés de ambos por las setas les había unido en una firme amistad, a pesar de ser dos personas tan diferentes. Anzola no lo sabía, de eso estábamos seguros, pero su amigo Jameson no era trigo limpio. Vendía tecnología a los iraníes.
La esposa de Enrique, Elvira Anzola, se zambulló en la piscina con su hijo Carlos, salpicando al perro, Fluke, que meneó su cuerpo empapado. Al principio sólo nos llegaba la imagen, a causa de una interferencia. El jefe se cabreó bastante con nuestro técnico.
¡Eh, gilipollas! graznó, dándole un codazo Muévete, joder. Arregla esa mierda.
El técnico saltó del furgón y salió corriendo. El jefe se acercó a la pantalla.
¿Puedes leer en sus labios? me preguntó.
Está muy lejos, jefe.
No habíamos contado con esto. Al fin obtuvimos el sonido, aunque sólo el de Anzola. De todos modos, casi todo el rato estuvo hablando él. Cuando recuperamos la señal, decía:
... ni una palabra de lo que te cuente, pero ya que insistes...
Aquello ocurrió hace diez años. Por aquel entonces vivíamos muy lejos de aquí, en una casa muy aislada, cerca de una ciudad portuaria del norte de España. ¿Que dónde está eso? ¡En Europa, hombre, en Europa! Sí, esa España. ¿Que por qué dejamos España? Ya sé que a ti te cuesta comprender cómo puede alguien dejar Europa para venirse a vivir aquí, ya que siempre has vivido en Miami y no conoces bien aquello. ¿Qué piensas que es Europa? ¿Crees que todos viven allí en castillos medievales, criando caballos? Je, je.
Elvira estaba en el salón de nuestra casa, leyendo, con los auriculares inalámbricos en sus oídos para oír su disco favorito. Equis, nuestro gato, dormitaba enroscado junto a ella. Era sábado y en la tele no había más que fútbol, un culebrón estúpido y un documental sobre la Guerra Civil... Pero qué dices, hombre; la que hubo en España... ¿Cómo que cuando? Pues hace mucho. ¡Joder, como sesenta años o así! ¿Vas a dejar que te lo cuente? Tú me lo has pedido.
En fin, que Elvira estaba leyendo y yo en la cocina... ¡Cocinando, hombre! Pues sí; allí en el norte, de donde somos Elvira y yo, los hombres cocinan a veces... Bueno... El viernes era siempre un mal día para Elvira; venía muy cansada del instituto. Sí, trabajaba en un instituto, en la ciudad. Era profesora de matemáticas... Yo no; yo trabajaba en casa. Pues en casa, hombre... ¡Pero qué dices de teletrabajo! Yo fregaba, quitaba el polvo, hacía las coladas, mantenía la casa ordenada, el jardín con su pequeño huerto y todo eso... Sí, Elvira traía el pan... Ya, ya sé. Es un trabajo como otros.
¡Total! Elvira estaba leyendo mientras yo cocinaba para la cena. Me gusta cocinar con la radio muy alta, mientras escucho por la radio los comentarios del fútbol. Mi equipo perdía por un gol a cero, pero estaba contraatacando. Apreté las mandíbulas. Los delanteros avanzaban ya por el campo enemigo. El capitán hizo un pase perfecto hacia la frontal del área contraria. ¡Qué emoción! Un drible, otro más, un pase a la otra banda, una pared, otro pase por la izquierda. ¡GOL! En ese momento, el estadio se vino abajo. Y mi casa también.
¡En serio! Oí un terrible estrépito y a Elvira, que gritaba muy asustada. Salí al salón y la vi acurrucada en el sofá, cubierta de yeso. La lámpara se había caído y el techo estaba agrietado. En la cocina todo estaba igual que antes, aparte de algunos cacharros de cobre que habían caído al suelo. Fuera lo que fuese, había caído sobre el dormitorio. ¿Una avioneta, quizá? Había un aeródromo cerca del pueblo. Recé para que no fuera una avioneta o un helicóptero del aeródromo local. Donde hay una avioneta o un helicóptero estrellado y destrozado, suele haber también personas estrelladas y destrozadas. Tal vez fuera un meteorito. Esperaba que lo fuera. Lo prefería.
Me acerqué a Elvira, que lloraba asustada, para intentar tranquilizarla. Parecía estar bien, aparte del susto. La abracé y le quité el yeso del pelo y de la cara como mejor pude. Luego la llevé a la cocina, temiendo que el techo del salón se viniera abajo. Equis, nuestro gato, se había escondido debajo de una silla. Por fin Elvira se calmó un poco y fui al dormitorio a ver qué había pasado.
Nunca olvidaré lo que vi. Estaba preparado para ver cualquier cosa; creo que por eso no me desmayé allí mismo. Nuestra cama yacía partida en dos, medio hundida en el suelo. Había un montón de polvo en el ambiente y cascotes por todas partes. Por entre el polvo de yeso distinguí unas luces. Me quedé ahí, junto a la puerta del dormitorio, mirando fijamente esas luces hasta que el ambiente se aclaró y pude ver mejor. ¿Sabes lo que era?... No, no era un helicóptero... Tampoco una avioneta. Era un platillo volante. Al menos, la parte que se veía de él.
Vamos, Billy... ¡Ja, ja! ¡Te lo aseguro! ¡Te juro que es verdad! ¿No me crees? Pues escucha esto:
Cuando entré en mi dormitorio y vi que un platillo volante había aterrizado sobre mi cama, no sentí ningún miedo. Simplemente, estaba demasiado conmocionado para temer nada. De hecho, me enfadé. Me puso furioso ver mi dormitorio así, ¿comprendes? Y cuando aquella escotilla se abrió, ¿sabes en qué pensaba? En decirle cuatro cosas a aquel maldito incompetente, fuera quien fuese.
No tuve ocasión. En cuanto vi al ocupante del platillo, se me quitaron las ganas. ¡Tenía un aspecto graciosísimo! ¡Y su voz! Tenía una voz femenina, muy sexy. Cuando oí a ese bicho pedirme disculpas en mi propio idioma, con esa voz, me quedé tan pasmado que no pude articular palabra.
Ah, no sé. Tenía un aspecto gracioso, Bill; eso es todo. Era muy... típico.
Por supuesto, era verde. Su piel peluda tenía el tono exacto de verde que cabría esperar de un extraterrestre. Parecía un cruce de oso panda, sapo, gorila y saxófono tenor. Era una criatura cómica. Su cuerpo estaba desnudo, excepto por un amplio cinturón de un material parecido al cuero del que colgaba un sospechoso aparato que parecía una pistola. Tenía una culata anatómica, un gatillo y un cañón grueso, con una gran boca ovalada. Se parecía a un secador de pelo. Un desintegrador, supuse. Cuando me di cuenta de lo que podía ser, no me pareció tan cómico y se me quitaron también las ganas de reír.
No entendí bien lo primero que dijo con esa voz tan hermosa. Pero sí todo lo demás.
Le repito que no pretendíamos estrellarnos contra su casa se excusó. Nos sentimos avergonzados. Espero que nos perdone.
Di media vuelta, sin contestar, y volví a la cocina. Elvira me miró con los ojos muy abiertos, nerviosa aún.
¿Qué pasa, Enrique? ¿Qué has visto? me preguntó. Y yo le dije:
Un extraterrestre.
¿Qué le iba a decir? Como es lógico, no reaccionó muy bien. No era momento para bromas. Tenía el susto muy reciente y estaba muy susceptible.
¡Enrique! ¡Que qué has visto! gritó. Le contesté más alto aún.
¡Un extraterrestre, Elvira, un extraterrestre!
¡Venga ya! No te creo.
Pues es verdad dije yo un tanto irritado. Está ahí dentro. Se ha disculpado por estrellarse. Tiene su platillo encima de nuestra cama, entérate bien.
Elvira me miraba de un modo muy extraño, como nunca me había mirado. Creo que pensó que me había vuelto loco de repente. Supongo que así fue, en cierta medida. Se levantó de su silla, se sacudió el yeso del cuerpo y se dirigió hacia el dormitorio, echándome una mirada furibunda al pasar junto a mí. Al llegar al dormitorio, pegó un alarido tan fuerte que aún resuena en mis oídos. Volvió corriendo a la cocina y se apretó contra mí.
¡Hay un extraterrestre, Enrique, un extraterrestre!
Te lo dije.
En ese instante, aquel extraño ser entró en nuestra cocina.
Perdonen dijo.
Elvira dio un bote en mis brazos y chilló otra vez, gimoteando. A ella no le parecía gracioso.
Por favor, cálmense suplicó el extraterrestre.
¿Es un marciano? ¿Nos están invadiendo? chilló Elvira.
No le grites, Elvira susurré yo. No creo que nos estén invadiendo. Cálmate, por favor.
¿Hay alguien más aquí? preguntó el extraterrestre Se oyen voces.
Es la radio dije, apagando el receptor. Entonces, de repente, me entraron ganas de ir al baño.
Perdón dije. Y me fui trotando como un rayo. Demonios, Bill, ya sé que los rayos no trotan. Es una metáfora, joder.
Cuando volví a la cocina, Elvira procedía a las presentaciones. Todavía temblaba un poco y hablaba tartamudeando.
Yo-yo m-me llamo Elvi-vira, y éste es mi ma-marido, Enrique Anzola.
El ser levantó una mano y se la llevó solemnemente al pecho.
Soy Tsk-pi-tsk, vivo en el planeta Tsk-tsk, del sistema Tsk-pi, y vengo en son de paz dijo. Por supuesto, no dijo realmente Tsk y Tsk-pi. En lugar de eso emitió una especie de chasquidos y pitidos suaves y musicales. Te lo digo así para que me entiendas.
¿En son de paz? No me diga repliqué señalando los destrozos del dormitorio. Lo mismo le dijo el General Custer a Toro Sentado.
Bueno, Enrique comenzó a decir Elvira en ese tono suyo de eso no fue así exactamente, eso no es correcto del todo; en realidad...
Corta, Elvirita, que no estás en clase le dije enseguida. No es el momento.
Como te dije hace un rato, Elvira era profesora en un instituto y no sabía cuándo parar de corregir y dar lecciones. A veces es un fastidio. Aún lo hace de vez en cuando, ¿sabes? No comprende que tengo un temperamento literario y que lo que digo realmente es lo de menos cuando lo que pretendo decir es otra cosa, con palabras que no corresponderían a esa cosa en un contexto corriente. ¿Comprendes? Está bien; dejémoslo.
¿Por dónde iba, Bill?... ¡Ah, sí! Siempre se lo digo a ella; y cuando le señalo esa profunda verdad, se niega a reconocerlo y se pone a discutir durante horas. Luego, por la noche, me da la espalda. Por eso la interrumpí.
Bueno. Como te iba diciendo, el alienígena se presentó por su nombre y aseguró venir en son de paz. Sin embargo, yo no había olvidado el aparato con aspecto de secador de pelo que llevaba al cinto. Supuse que era motivo suficiente para desconfiar. No sabía si era un invasor, pero... Me volví hacia el intruso para interrogarle.
Comprenderá, señor Como-se-llame...
Señora me interrumpió.
¿Cómo?
Digo que soy hembra aclaró el ser; y casada, además.
Y me mostró una de sus verdosas manos peludas en cuyo dedo anular relucía, precisamente, su anillo de casada.
Tsk-pi, señora de Tsk, del planeta Tsk-tsk, en el sistema Tsk-pix-pik añadió.
Reconozco que me quedé sin palabras, Bill. Sí, ya sé que parece imposible, pero así fue exactamente. Incluso entonces, Elvira se dio cuenta.
Increíble susurró Elvira junto a mí; ha conseguido interrumpirte. Recordaría este día eternamente aunque no hubiese un extraterrestre en mi cocina.
Es mi cocina repliqué irritado.
Yo la he pagado dijo ella, directo al estómago.
Cierra el pico contesté yo. Me volví hacia la señora de Tsk, del planeta Tsk-tsk, en el sistema Tsk-pix-pik, y me dispuse a averiguar lo que pudiera.
¿Qué crees que le pregunté, Bill? ¿Acaso aproveché que tenía en mi cocina a un ser pensante venido de las insondables profundidades de lo ignoto para obtener respuesta a las preguntas fundamentales del cosmos? ¿Crees que le pregunté quiénes somos, de dónde venimos o a dónde vamos? ¡No! Eso es lo que Elvira hubiera hecho. Yo le espeté:
Eh, doña Tsk-pi, o como sea. ¿Por qué han tenido que ir a estrellarse precisamente en nuestra cama?
Verá usted, señor Anzola dijo el ser con su voz sensual; mi marido y yo íbamos de compras a Andrómeda cuando se nos averió el taladro espacio-temporal. Ha sido un accidente. Menos mal que frenamos a tiempo. Necesitaremos ayuda.
Dudé, Bill; lo reconozco. Me mesé los cabellos. Eructé suavemente.
Vaya, pues lo siento mucho, de verdad dije al fin. Me gustaría ayudarles, pero no veo qué podemos hacer nosotros, señora. El único taladro que tenemos es para hacer agujeros en la pared cuando termino de pintar un cuadro. Si quiere, puedo ofrecerle un gato. No tenemos nada más.
Nuestro Equis asomó sus orejas en cuanto oyó la palabra gato. Pocas veces lo llamábamos por su nombre. Le llamábamos Gato, simplemente. Al verlo, la señora de Tsk se palmeó ligeramente el vientre.
¿Un gato? ¡Oh, muchas gracias! respondió, complacida Son ustedes muy amables, pero ya hemos cenado.
Elvira se echó las manos a la cabeza, horrorizada.
¿Has oído lo que ha dicho, Enrique? ¡Qué horror!
Vaya, lo lamento dijo la extraterrestre. No quise ser grosera. Aceptaré su gato encantada.
¡Miau! dijo Equis, poniendo pies en Polvorosa al ver que aquel grotesco ser se le acercaba.
Creo que no me ha entendido bien, señora dije yo. Me refiero a otra clase de gato. Un dispositivo hidráulico o mecánico cuya finalidad es alzar objetos de peso. Ese tipo de gato.
¡Ah, claro! ¡Qué tonta confusión! Aún así, gracias. Pero no necesitamos su dispositivo hidráulico o mecánico cuya finalidad es alzar objetos de peso. Llevamos uno en el maletero de nuestra nave.
Claro murmuré asombrado, qué idiota soy.
Oiga, señora dijo Elvira, irritada después de saber que los alienígenas no son vegetarianos. Me gustaría saber quién va a pagar este desastre. ¿Dónde vamos a dormir? ¡El dormitorio está destrozado, fíjese! ¡Ahí dentro tenía una lámpara de aceite de porcelana rusa de mi tía tatarabuela! ¡Tenía más de cien años y un gran valor sentimental, aparte de que hubiera podido venderla por un dineral! ¡Tenemos una hipoteca que pagar! ¿Cómo voy a cobrar el seguro? ¿Cómo les digo a los de la aseguradora que un platillo espacial se ha estrellado contra mi casa? ¿Eh?
La extraterrestre posó su mano en el aparato que colgaba del cinturón junto a su cadera. Decidí intervenir.
Por el amor de Dios, Elvira, cállate supliqué susurrándole al oído. Podría desintegrarnos en un momento.
Oh, no dijo el ser, que al parecer tenía un oído estupendo. Su esposa tiene razón. Veo que ha visto demasiadas películas, je, je.
Su risa sonó demasiado humana para mi gusto. Claro que no era su risa natural, sino una traducción a nuestro lenguaje. Yo no quitaba la vista de su mano, posada sobre aquel chisme.
Entonces, ¿van a pagarnos? preguntó Elvira, más calmada.
Por supuesto dijo la extraterrestre. Siento mucho todo esto. Ha sido un accidente. No vamos por ahí chocando con habitáculos de indígenas belicosos por deporte. Nuestra aseguradora se ocupará de todo.
¿Cómo? exclamé. Pensé que había oído mal.
Nuestra compañía de seguros cubrirá los daños repitió el ser, aunque tal vez les cueste un poco hacer efectiva la indemnización. En todo caso dijo dirigiéndose a Elvira, sé que nada puede pagar la pérdida de un objeto de tanto valor sentimental como la lámpara de su tía tatarabuela, aparte de que hubiera podido venderla por un dineral. Así que...
Echó mano a su cadera y de un tirón sacó eso que parecía una pistola, apuntándolo negligentemente a mi cabeza.
¡No! ¡Por favor, no me mate! grité arrodillándome ¡Se lo suplico!
Ya sé que esa actitud no era muy digna, Bill. No te reirías tanto si estuvieras en mi situación. Ofrecerías un aspecto tan patético como yo.
Veo que los machos son iguales en toda la galaxia se lamentó el ser meneando su gran cabeza verde. Acepte este presente dijo volviéndose hacia Elvira, con mis disculpas.
Elvira, perpleja, no tuvo más remedio que acceder. Yo, más perplejo aún, vi cómo accedía. Alargando una mano, cogió el objeto con forma de secador de pelo que la extraterrestre le ofrecía.
Es antiguo, pero aún funciona. Fue de mi madre, y de la suya antes. Ahora es suyo.
¡Dame eso! chillé, arrebatando el objeto de las manos de mi mujer ¡Puede ser peligroso!
Nada de eso dijo la alienígena con tono ofendido. Nunca hago regalos peligrosos.
¿Ah, no? exclamé ¿Y esto qué es? dije señalando el regalo con la otra mano.
¿Es que no lo ves, Enrique? dijo Elvira con expresión de disgusto ¡Es un secador de pelo, idiota!
¡Qué coño dices de secador de pelo! ¡Es un arma, un rayo de la muerte!
Es un secador de pelo refrendó la alienígena. Funciona sin baterías; tiene una pila de fusión. Lo llevo siempre encima. Es la costumbre hasta que la hija se case. Pero ella no quiere casarse. Ya saben cómo son estos jóvenes de hoy en día.
Bueno, Bill; la verdad es que Elvira y yo éramos dos de esos jóvenes de hoy en día, pero no me sentía con ánimos para decir nada al respecto después de cómo metí la pata.
Tendremos que esperar a que venga la grúa a buscarnos dijo la extraterrestre e irnos a casa. Ya iremos a Andrómeda otro año. De todos modos, las rebajas ya habrán terminado para cuando podamos viajar de nuevo.
Madre mía murmuré mesándome los cabellos.
¿Y eso del seguro? preguntó Elvira, siempre atenta al vil metal.
Mi marido dice que sería mejor que llegáramos a un acuerdo amistoso antes de que llegue. Para ustedes puede resultar difícil cobrar la indemnización, y a nosotros nos conviene más pagarles directamente a ustedes, sin que medie la compañía de seguros. Así evitaremos que nos suban la cuota otra vez explicó la extraterrestre. Hace veinte años de los suyos chocamos con un carguero que llevaba cien mil toneladas de titanio para la Nebulosa del Cangrejo. Ya saben cómo son las compañías aseguradoras. Un choque tan reciente... y nosotros también tenemos una hipoteca sobre nuestro asteroide.
Ya sé que todo esto te parece increíble, Bill. No tienes que estar mirándome con esa cara constantemente.
Elvira y yo comprendimos perfectamente la situación, y estuvimos de acuerdo en alcanzar un trato. Pero tanto a ella como a mí nos intrigaba el marido de la extraterrestre, el señor Tsk.
Por cierto... ¿Dónde está su marido? ¿No quiere salir? ¿Cómo se comunica con él? preguntó Elvira. Es muy curiosa, como sabes.
Es mejor que no le vean; se ha quedado en la nave por delicadeza. Los machos de mi especie son seres encantadores, amables y cariñosos, y la Naturaleza los ha adornado con múltiples gracias para atraernos. Pero no entran en, digamos... los cánones de belleza humanos.
Compréndelo, Bill. Ella no era ninguna beldad, que digamos. Y si ella decía que su marido nos podía parecer tan repulsivo, sin duda tenía razón.
Nuestros machos prosiguió la extraterrestre carecen de cuerdas vocales. Nosotras sí tenemos, para llamar al macho cuando... en fin, ya saben.
Madre mía murmuré de nuevo, mesándome los cabellos otra vez.
¿Se comunican por telepatía? preguntó Elvira la Curiosa Profesora.
Por el olor respondió la extraterrestre.
Ah.
Durante unos minutos, nadie dijo nada. Elvira preguntó a la señora de Tsk, del planeta Tsk-tsk, en el sistema Tsk-pix-pik, si quería café. Esta contestó que respetaba la ley. Me mesé los cabellos otra vez. Pasó el tiempo. Fui al salón con nuestra visitante para mostrarle nuestro televisor, pero el choque del platillo se había cargado la antena. Puse la radio otra vez. El partido había terminado en empate. Moví el dial al azar y sonó una vieja canción de Roger Taylor, This ship sings to the skies. Qué casualidad. La extraterrestre conocía la canción, imagínate. A su raza le encantaban las historias que los humanos inventaban sobre los habitantes de otros planetas.
La señora de Tsk nos contó que durante milenios, antes de que contactaran con otras especies de su galaxia, también ellos habían pensado que eran los únicos en todo el universo. Luego empezaron a ver platillos volantes, y hubo algunos contactos. Sin embargo, a diferencia de nosotros, ninguno de ellos aseguró haber sido secuestrado y violado por la gente de los platillos. En cambio, tomaron a aquellos seres por dioses. Más tarde, empezaron a pensar en la posibilidad de que hubiese civilizaciones en otros mundos, pues las leyes de la probabilidad así lo señalaban. Y finalmente llegó una gran nave de seres omniscientes (o casi) y entablaron relaciones diplomáticas.
En unos pocos siglos predijo el ser, ustedes estarán probablemente en situación de decodificar los mensajes que constantemente se envían de unos sistemas a otros, y comenzarán a comunicarse con otras comunidades inteligentes de su galaxia. Luego, les venderán a ustedes la tecnología necesaria, o se la alquilarán. Es lo usual. Buen negocio para todo el universo.
¿Puede estar pasando algo así ahora? preguntó Elvira, que tenía una taza de café frío en la mano.
No, Elvira, todavía nocontestó la señora de Tsk meneando su extraña cabezota. Nos tenéis demasiado miedo. Es demasiado pronto; aún no conocéis gran cosa de nosotros, y la ignorancia es enemiga de la diplomacia.
Cierto asentí, un poco como disculpa, ¿comprendes, Bill?
Elvira estaba algo inquieta.
Todo esto que nos ha dicho es muy interesante. Pero ¿por qué nos lo cuenta?
Porque nadie les va a creer.
¿Cómo está tan segura?
Lo sabemos por experiencia. Ha habido otros casos. Están ustedes en una posición privilegiada, cerca de una encrucijada donde se encuentran tres importantes rutas comerciales. Mucha gente va a Andrómeda de compras y a vender sus productos, porque allí no hay impuestos. Es un paraíso fiscal y turístico. Hay un planeta en el borde de la galaxia, llamado Pix-pi-tsk, que es precioso. Tiene unos volcanes maravillosos y una temperatura estupenda. Mi marido y yo pasamos allí nuestra luna de miel. Fue estupendo. Es un lugar muy romántico, con todos esos volcanes en erupción y la Nebulosa del Cangrejo sobre nuestras cabezas... Algo fenomenal.
Vaya le dije a mi mujer algo descontento. Tú nunca me llevas a sitios así, Elvira.
Por favor, Enrique. Ya lo hemos hablado. No podemos permitirnos ese gasto.
No se preocupe, Elvira dijo la extraterrestre. Podrán permitirse mucho más que eso.
Se levantó de la silla donde estaba sentada y salió al pasillo para ir al dormitorio. Cuando volvió, la trompa le temblaba levemente. Se situó frente a mi mujer y le tomó la mano. Era el primer contacto físico desde que el platillo se había estrellado. Elvira se lo tomó con tranquilidad. La extraterrestre sacó una bolsita de algo parecido al cuero y volcó el contenido en la palma abierta de Elvira. Era una piedra, roja y enorme, que lanzó su fulgor de fresa en todas direcciones. Parecía un rubí.
¿Qué es? pregunté, totalmente absorto en el brillo sangriento de la gema.
Es nuestra moneda. Equivale a dos mil créditos OPU.
¿Qué pueden comprar ustedes con eso? quiso saber Elvira.
Vamos a ver dijo el ser, para que se hagan una idea... Combustible para una semana o comida para tres días.
No es gran cosa para un rubídije yo.
Cierto. Sin embargo, en su planeta, esta piedra es rara y vale mucho más. Aunque no es un rubí.
¿Ah, no? ¿Y entonces qué es?
Los rubíes están bien para regalar a los salvajes, pero no como regalo dijo la extraterrestre. Eso es un diamante.
Bueno, Bill, precisamente eso es lo que pensé. Y es precisamente lo que dije.
Pero es de color rojo señalé. No hay diamantes rojos.
Entonces miré a Elvira, que se había quedado como alelada observando la gema en su mano. Me miró y dijo:
Te equivocas del todo, Enrique. Del todo.
¿Se encuentra bien, Elvira? dijo la extraterrestre un poco preocupada. La verdad es que Elvira tenía mal aspecto. Se había puesto muy pálida y había vuelto a temblar un poco. Me acerqué a ella y la rodeé con mi brazo.
¿Qué te pasa? le dije.
Hace un tiempo vi en la tele un documental sobre gemología dijo Elvira, jadeando y abriendo mucho los ojos. Se soltó de mi abrazo y se acercó a nuestra visitante con una expresión muy rara en la cara. La extraterrestre no mostraba ninguna emoción reconocible en su rostro, pero noté que su trompa temblaba perceptiblemente.
Debí prever esto dijo.
Es un diamante rojo. Es eso, ¿no? murmuró Elvira.
La extraterrestre asintió.
Es que no tenemos cambio dijo.
Elvira me miró de nuevo con esa extraña expresión enloquecida.
Enrique, somos ricos.
Eh, Bill, ya sé que eso no responde tu pregunta. Calculé que un diamante tan grande podía valer como doscientos mil dólares, y eso teniendo en cuenta que su color rojo probablemente reduciría su valor. Claro que yo no tenía ni idea de gemas. Empecé a ver claro de qué modo nos habíamos hecho ricos cuando Elvira me lo explicó.
¡Estupendo! dije ¡Podré comprarme un coche, además de reparar la casa! Debe valer una fortuna.
¡No lo entiendes! exclamó Elvira con un hilo de voz. Sólo hay media docena de éstos en todo el mundo.
Siete corrigió la extraterrestre.
¿Sabes lo que pensé entonces, Bill? Era extraordinario. Alguien había corregido a Elvira por una vez. Sin embargo, ella misma se encargó de desplazar esa idea de mi confundida mente.
Siete repitió Elvira, como un eco. Esto vale mucho más que una fortuna. Miles de millones, Enrique. Somos más ricos de lo que puedas pensar.
Tardé unos segundos en darme cuenta de todas las implicaciones. Podría hacer lo que quisiera. Dirigir mi propia empresa. ¡Qué digo de mi propia empresa; mi propia vida! ¡Que otro fregara los platos y sacara la basura! Vivir como un rey. No; como un emperador.
Madre mía murmuré de nuevo.
La grúa estará aquí en dos minutos informó la extraterrestre. Es hora de irnos. Mi esposo me encarga que les diga que son ustedes unos bárbaros sumamente amables.
Muchas gracias exclamamos al unísono.
La extraterrestre me tendió la mano izquierda, que tomé en mis manos y besé con emoción. Era suave y verde y palpitaba.
Gracias por su hospitalidad dijo.
Gracias por chocar con nuestra casa respondí.
Sí dijo Elvira, cogiendo su otra mano con delicadeza. Pueden volver a colisionar con nuestra casa cuando quieran.
Gracias, lo pensaremos dijo la extraterrestre, riendo por segunda vez. Tenemos que irnos.
La acompañaremos hasta la nave dijo Elvira.
Junto a la escotilla abierta, la señora de Tsk, del planeta Tsk-tsk, en el sistema Tsk-pix-pik, nos dio un abrazo a cada uno.
Será mejor que salgan de la casa cuando despeguemos. Puede ser peligroso dijo. Entró en la nave y saludó con la mano mientras la escotilla se cerraba.
Adiós dijo. Luego la nave desapareció de repente, Bill. Se esfumó en el aire.
¡Ahí va! ¿Has visto eso, Enrique? exclamó Elvira.
Tendí la mano y palpé algo frente a mí.
La nave sigue aquí. Debe ser una especie de camuflaje dije, dando un paso atrás. Salgamos al jardín.
Una vez fuera, Elvira se puso a sollozar. Hacía bastante frío. La abracé y esperamos.
Ya se han ido dijo.
No he visto nada.
Se han ido repitió.
Cuando volvimos al dormitorio, el platillo no estaba.
En este punto de la narración, perdimos de nuevo la señal.
Mierda, otra vez dijo el jefe. Cuando coja a ese idiota de H*** se va a enterar de quién soy.
H*** era el técnico, claro.
Nuevamente, tuvimos que conformarnos con la imagen durante unos minutos. En la pantalla A, el señor Anzola sirvió otra copa a William Jameson, que reía meneando la cabeza encantado con la historia. Entonces se puso a hablar él. En la pantalla B, la señora Anzola secaba a su hijo Carlos con una gran toalla. En la pantalla C, el mayordomo, Hayes, estaba cogiendo una carta del buzón y se disponía a entrar en la casa.
Eh, muchacho me dijo el jefe. Fíjate en eso. ¿Cuándo ha llegado esa carta? No he visto acercarse al cartero.
No lo sé, jefe contesté. Yo tampoco había visto nada. Miré hacia atrás, donde se encontraba mi compañero R*** atento al teléfono. Agitó la cabeza negativamente.
Síguele ordenó el jefe.
Estuvimos atentos a Hayes. Entró en la casa. La imagen cambió y le vimos preparando la bandeja de la correspondencia. Entonces se acercó al teléfono, descolgó y pulsó una tecla.
¡Coge la puta llamada! chilló el jefe dirigiéndose a R***.
En la pantalla A, Anzola descolgó el teléfono que tenía junto a él. Enseguida oímos su voz.
Sí, Harry. ¿Qué ocurre?
Señor, he recogido una carta un poco extraña del buzón. Supongo que alguien la puso allí para gastar una broma. Lleva un remite muy raro.
Bueno, ¿y qué dice?
Eh... dice, más o menos: Señores Tsk, planeta Pix-pi-tsk, Andrómeda.
¿En serio? ¡Tráeme esa carta, Harry!
Como guste, señor.
En la pantalla C, Hayes colgó el teléfono y salió del amplio recibidor con la bandeja. Empezó a subir las escaleras con solemnidad. La imagen cambió y le vimos llamar a la puerta del estudio, donde estaban reunidos Jameson y Anzola. En la pantalla A, Anzola charlaba animadamente con Jameson. Al cabo de un momento, se volvió hacia la puerta y dijo algo. La puerta se abrió y el mayordomo entró con la bandeja. Hayes le entregó la carta y dijo también algo. Anzola le animó a irse con la mano. Hayes se fue. Lo seguimos en la pantalla C hasta el recibidor. Allí, se sentó en su butaca y se puso a leer el «Variety». El jefe siguió atento a la pantalla A.
Fíjate en eso, chico dijo. Miré la pantalla. Anzola había terminado de leer la carta y parecía muy alegre. Entonces descolgó el teléfono y pulsó una tecla.
Enseguida oímos la voz de Hayes.
¿Señor?
¡Harry! Ve al jardín y dile a mi esposa que venga aquí. Que venga Charlie también. ¿O. K.?
Sí, señor.
Miramos la pantalla C. En el recibidor, Hayes había dejado el «Variety» abierto sobre la butaca y se disponía a abrir la puerta acristalada que daba al jardín. En la pantalla B, Elvira Anzola tomaba el sol mientras el pequeño jugaba con su perro.
Cómo está la señora... dijo R*** mirando la pantalla.
Cierra la boca y abre los oídos, idiota le dijo el jefe sin dejar de mirar las pantallas.
Elvira Anzola se había levantado y se estaba poniendo un sencillo vestido verde con rayas rojas. Le sentaba muy bien. No parecía un vestido de quinientos dólares, aunque probablemente es lo que costaba. Subió las escaleras, descalza, llevando a su hijo de la mano.
De repente, oímos la voz del pequeño.
Mamá, tengo hambre.
Luego, Carlos dijo ella.
¡Por fin teníamos sonido! Un instante después, H*** entró jadeando en el furgón.
Había una rata enorme comiéndose los cables dijo.
El jefe se volvió hacia él.
¡Silencio! ordenó irritado. Miró de nuevo las pantallas.
Sube el volumen en la A me dijo.
Así lo hice. En la pantalla A, William Jameson leía la carta que el mayordomo había traído.
Todo esto es una patraña que has montado para tomarme el pelo, ¿verdad? La historia de cómo te hiciste rico es absurda, pero esto ya es demasiado... dijo Jameson, mirando a Anzola.
Ya sé que te he gastado bromas antes, pero esta vez no contestó Anzola riendo.
En la pantalla C, la señora Anzola llamó a la puerta y la abrió sin esperar. En la pantalla A, Jameson y Anzola se levantaron de sus asientos para recibirla. Jameson le estrechó la mano y se puso en cuclillas para hacer lo propio con el niño, que intentó estrujársela sin éxito.
Eh, chico dijo Jameson. Ten cuidado o me romperás algún hueso.
Siéntate, Elvira pidió Anzola a su esposa.
Elvira Anzola tomó asiento en la tercera butaca, frente a ellos, dando la espalda a la cámara. No podíamos ver su cara. Sin embargo, no necesitamos verla para constatar su asombro cuando su marido le dio aquella condenada carta.
Dios murmuró al leer el remite. No es otra broma tuya, ¿verdad?
Te juro que no dijo Anzola, con gesto alegre.
Entonces la señora Anzola empezó a reír y a exclamar alegremente. Abrió el sobre con nerviosismo y extrajo el mensaje de su interior.
Léelo para Carlos, ¿quieres? pidió Anzola.
La señora Anzola asintió con la cabeza, desplegó el folio y comenzó a leer con voz algo temblorosa.
Dice: «Hola, humanos Enrique y Elvira. Espero que no tuvierais ninguna dificultad para hacer efectiva la indemnización. Os vimos en un telediario. Teníais buen aspecto (para ser mamíferos). Sabemos que tenéis un pequeño humano entre vosotros. ¡Felicidades! Cuando tuvimos noticias vuestras se me ocurrió escribiros. El cartero tenía miedo de aterrizar en la Tierra. Mi esposo y yo estamos aquí en Andrómeda de vacaciones. Ahora también nosotros somos millonarios. ¡Nos tocó la Lotería Galáctica! Nos compramos una nave nueva y un asteroide más grande. Mi esposo cree que nos disteis suerte. Incluso nuestra hija se casó por fin, y ya tiene su propio secador. Tenía muchas ganas de chocar con vuestra casa para conoceros.»
Virgen santa dijo de pronto.
¿Dice virgen santa, mamá? intervino el niño.
No, hijo contestó ella Dice: ¿Ha llegado ya?
En ese instante, un enorme estruendo se oyó fuera del furgón. Como una bomba.
¡Mierda! dijo R***, quitándose los auriculares de un tirón ¡Casi me revientan los tímpanos!
El jefe se levantó rápidamente y salió del furgón. Yo le seguí afuera. Estaba mirando la casa.
Mira, muchacho dijo, señalando con un dedo.
Incrustado en el tejado de la mansión, un platillo plateado brillaba con reflejos cegadores bajo el sol de Florida.
©1998 Jean Mallart
Etiquetas: ciencia ficción, humor, relato